PROVOCATIO: Institucionalidad, ¿para qué o para quién?

“…está claro que mantener una institucionalidad espuria se hace insostenible y que, cualquier viento de cambio real, debe partir del rompimiento de esa institucionalidad que nos han vendido como propia pero que solo beneficia a los dueños de la finca y a sus administradores.”

José Alfredo Calderón E.

Historiador y analista político.

Tengo años escribiendo sobre mi perspectiva de la realidad en este bello paisaje y a pesar que hay muchas cosas obvias, la mayoría de la ciudadanía sigue esperando al mesías político que venga a resolver este caos, como por arte de magia. Los más acuciosos van un poquito más allá y hablan de reformas institucionales que, por supuesto, no atacan los problemas de raíz porque no van al sistema, a lo estructural, fuente básica y originaria de todos los problemas políticos, sociales y económicos.

Como ya he descrito en varias ocasiones, y a riesgo de ser repetitivo, debo insistir en que           –históricamente– hay un continuum de latrocinio, perversión y pésima gestión de los problemas nacionales por parte del Estado guatemalteco, pues las élites de la antigua Capitanía General del Reino de Guatemala destacan en el continente como las más depredadoras, ignorantes, retrógradas, endogámicas y miopes.

A estas alturas, me gustaría que fuera obvio para mis lectores que la Administración Pública no se manda sola, sino que sigue los lineamentos y directrices de sus patrocinadores. Lo único que ha cambiado, es el ascenso de otros grupos emergentes que le compiten a los sectores oligárquicos, lo cual, los obliga a compartir poder y botines.  Por una parte, la burguesía corporativa o transnacional y por la otra, el capital propiamente emergente, compuesto por una diversidad de actores que reclaman para sí, más poder y participación.

He expresado en múltiples ocasiones las diferencias históricas y estructurales de la formación y consolidación de estos tres segmentos de las élites dominantes. Sin embargo, la gran mayoría de personas con alguna opinión racional básica, siguen creyendo que es la “clase política” la culpable de todo, aunque por supuesto, siendo los operadores, son los más visibles, descarados y vulgares.

En síntesis, existe el capital oligárquico, formado desde la Colonia y consolidado hasta el fin de la dictadura ubiquista; ligado a la tierra, el trabajo forzado, el monopolio comercial y las formas más grotescas de explotación. CICIG desnudó su existencia pública y es lo que llamamos el G-8 (conformado por las 22 familias más poderosas del país formadas en torno a los 8 grupos empresariales más grandes).

Luego tenemos el capital corporativo, transnacional o propiamente burgués, que va de la Revolución de Octubre de 1944 hasta los años setenta y que basa sus negocios en el contacto con el mercado internacional, la banca, el comercio y otros negocios como las telecomunicaciones, la construcción y la intermediación financiera. Este segmento ya no se vale del trabajo forzado descarnado, pero sigue ligado a monopolios y las formas de escarnio laboral modernas, más complejas, pero igual de perniciosas.

Finalmente, el capital emergente que surge, en términos generales, desde la década de los ochenta a nuestros días. Esta última casta es la más heterogénea pues cuenta con personajes como Mario López Estrada (más conocido si mencionamos su megaempresa TIGO) o “empresarios”cuyo capital proviene de negocios ilícitos de distinto cuño: proveedores del Estado, militares que se enriquecieron con la guerra y/o con la Paz, narcos, alta burocracia, religiosos fundamentalistas, básicamente neopentecostales y otros que se dedican a negocios lícitos, pero que no le hacen el asco a otro tipo de fuentes espurias.

Por eso, cuando se habla de depurar al Estado, me causa mucha risa y a la vez enojo, la casi nula mención de las élites. Una buena parte de la ciudadanía   –enceguecida pide las cabezas de los políticos y la burocracia enquistada en los tres organismos: ejecutivo, legislativo y judicial, olvidando que mientras no se toque a los financistas del sistema político electoral, que son los mismos que defienden el oprobioso modelo económico, el sistema continuará intacto.  Se podrá meter a la cárcel a cuarenta mil corruptos, pero detrás de ellos hay quinientos mil esperando turno.  

Incluso, un sector de las élites menos primitivas alienta reformas supraestructurales al sistema, conscientes que el modelo está agotado y que, en cualquier momento, podría hacer implosión, no por la presión de las masas (que no están en nada) sino por el desgaste que su propio dominio genera y los extremos de depredación a los que han llegado.  El rechazo a la política, tal y como se conoce en su práctica histórica continental, crece cada día y basta ver los casos de Venezuela, Perú, Bolivia, Ecuador, Costa Rica y El Salvador para corroborarlo. Cito estos países no por alusiones ideológicas propiamente, sino porque el denominador común fue el hartazgo de la ciudadanía a la política tradicional.

Entre los grupos que muestran algún grado de lucidez (derecha e izquierda), empieza a desarrollarse el cuestionamiento de ¿qué hacer? Los escasos empresarios modernos pero temerosos[i] no quieren arriesgar mucho y apuestan por tímidas reformas que, lo saben bien, no resolverá mayor cosa, pero le daría un poco de aire adicional al sistema ya exhausto. Incluso estas medidas timoratas no es que encuentren mucho respaldo, porque la venganza de sus colegas más primitivos los reduce al orden fácilmente. El capital organizado pertenece a esta naturaleza proterozoica: el G-8 y sus brazos operadores, CACIF y FUNDESA

Otros segmentos no dominantes: profesionales, académicos y técnicos de alta gama, están más cerca de la élite empresarial que del resto de la población y los más atrevidos, solo hablan de reformas jurídicas a la Ley Electoral y de Partidos Político –LEPP– a la Ley del Servicio Civil, Ley de Competencia y otras que, por supuesto, no incluyen a la contrainsurgente Ley de Orden Público que data del gobierno de facto de Enrique Peralta Azurdia (1963-1966) y otras de orden crítico. Incluso, las reformas se vuelven en contra, porque la correlación de fuerzas está en manos de corruptos retrógradas y depredadores. Si no, miremos el ejemplo de las recientes reformas a la Ley de Contrataciones.

Cada vez que algunos mencionamos reformas de fondo, aunque no se cambie el sistema per se, somos tildados de comunistas, terroristas y enemigos del Estado, la democracia, las buenas costumbres e incluso la vida. Surge entonces esa marea de pasión por lo establecido y la bendita institucionalidad, estribillo adoptado, incluso, por la subalternidad miwateca.

La historia política de la República guatemalteca nos deja tres grandes lecciones a la altura del primer cuarto del siglo XXI:

  1. Cambios estructurales dirigidos al modelo económico son imposibles dentro de la institucionalidad que lo protege a ultranza y en forma sostenible. La correlación de fuerzas a favor de los sectores más retrógrados y gansteriles, así como la naturaleza cavernaria de la alianza criminal formada por las élites y sus operadores, hace inviable tocar el tema siquiera.  
  2. Aunque mantener el statu quo no conviene a nadie, ni siquiera al propio empresariado, su ceguera anticomunista plagada de miedos no permite hacer cambios supraestructurales aunque no afecten el sistema, como lo sería el régimen político electoral, por medio de la LEPP y el control del financiamiento ilícito o lo relativo a la Administración Pública por medio de la Ley de Servicio Civil y la eficiencia de la función pública.  
  3. Todo movimiento reformador pacífico está condenado al fracaso, dada la historia nacional de respuestas represivas violentas por parte del Estado. Ningún cambio en el mundo se ha hecho mediante súplicas y oraciones y de eso, son un fiel testimonio las grandes efemérides como la Revolución Francesa, la mexicana y la cubana o la descolonización del África y las guerras de liberación en diversos lugares, para citar tan solo algunos ejemplos.  

Entonces, está claro que mantener una institucionalidad espuria se hace insostenible y que, cualquier viento de cambio real, debe partir del rompimiento de esa institucionalidad que nos han vendido como propia pero que solo beneficia a los dueños de la finca y a sus administradores.

¿Revolución Armada? Nadie habla de esto. No solo es inviable, sino que el derramamiento de sangre ya sabemos a qué lado afectaría más.

¿Romper la institucionalidad implicaría violencia? Sí y no. Más que violencia material, hablo de una violencia simbólica que le diga al poder establecido que hasta aquí llegamos. Por supuesto que tampoco tenemos las condiciones para ello, pero es vital entender por dónde queda la salida: claridad política, organización, y unidad amplia en el marco de la lucha de calle. Un recordatorio de Gandhi o la primavera árabe no estaría mal para aclarar a qué me refiero.

Finalizo diciendo que es curioso que quienes se alegrarían de ver destituidas y encarceladas a personas como la Fiscal General, la gran mayoría de narcodiputados y alcaldes corruptos, los magistrados que secuestraron a la CSJ y la CC, al presidente del ejecutivo y el Congreso, al PGN, al Contralor y tantos otros, son los mismos que se escandalizan por lo que hizo Bukele en El Salvador, en el marco de la ley que la misma oligarquía salvadoreña (las 14 familias) y sus operadores políticos de ARENA Y FMLN, hicieron para su beneficio y sostenibilidad.


[i] Al respecto recomiendo leer el libro de Alejandra Colom: Disidencia y Disciplina. Aporta valiosos insumos para entender a las élites y sus dinámicos de poder económico, político y social.