Mario Alberto Carrera: Eros, el rojo Dios y sus reclamos

Mario Alberto Carrera

¿Podemos conocer las entrañas del amor? ¿O solamente podemos sentir sus internas pulsiones, su crescendo y su desvanecimiento? ¿Dónde lo sentimos: en la mente, en el encéfalo, en el corazón o en las vísceras?¿Es objeto de un sujeto y podríamos escribir y leer en el Diccionario su significado? ¿Tiene un referente en el mundo de los objetos y por lo tanto lo podemos “ver” como significante y observar su perfil y describirlo? Y por último, en esta cadena de preguntas: ¿tiene un signo único –un solo término. O a ratos se arropa con otras vestiduras y entonces lo podemos llamar cariño, afecto, admiración, amistad, erotismo o atracción sexual, cuyos impulsos hay que aliviar porque –si no- la locura podría oscurecer nuestra mente, para no sentir el dolor de la castración existencial y del sentido de ser-en-el-mundo?

Mi primera infancia transcurrió –melancólica y ardiente- en una ciudad tropical, cerca del mar y, la mayor parte del tiempo, tras las rejas de un antiguo colegio donde (con la misma cadencia de las tablas de multiplicar) aprendimos los Diez Mandamientos pero en mis oídos precoces, resonaban dos principalmente: “No fornicar y no desearás a la mujer de tu prójimo”. Los otros hablaban de amar a Dios sobre todas las cosas y honrar a padre y madre. Etc.”

Tras las rejas de la conventual casa de estudios oíamos condenar el pecado carnal, los deseos de la carne, el incendio de la carnalidad –que nunca iban unidos al signo o término del amor- porque cuando uno se casara sería para crecer y multiplicarse, dentro del santo vínculo ¡indestructible!, del matrimonio.

Fuera de las rejas de aquel provinciano colegio, el mundo ¡en cambio!, era carne y casi ninguna otra cosa más. En cada esquina del caliente pueblón encontrábamos     perros en celo y en brama. Los amantes se besaban con pasión y escuchábamos evidentes jadeos en el callejón de las Espinales. Y un día –terrible y sofocante- hallé, bajo la cama de una de las “muchachas” de la casa, un feto sanguinolento, yacente dentro de una blanca palangana de peltre.

Nadie contestaba con significados claros y tranquilizadores a mis curiosas preguntas. Usaban, para contestarme, signos-términos filtrados, “eufemistas”, imbecilizantes y lo peor de todo (o quizá lo mejor, porque era la vida-significante) es que todo aquel fuego comenzaba también a arder dentro de mí y buscaba su cauce preadolescente –su causa- y su húmedo amable objetivo, que yo no sabía todavía que podía llamarse vulva (o poderosa vulva). Pero, hijo de las circunstancias, la busca era ciega y sin la naturalidad de los demás seres vivos, ¡vivos!, como los perros de mí casa y los gatos que en los techos aullaban. Y en el colegio: el dilema entre la voluptuosidad y la Cruz, entre lo carnal y el Crucificado.

Como primera culminación de tanta santidad y tanta calentura juntas ¡y sobe todo, por la tremenda curiosidad que siempre me ha carcomido para mi bien o para mi mal!, a los doce años debuté con una mujer pública (pública, porque supongo que todo el público podía acudir a ella con desenfado, deduje entonces) y aún no sé lo que entonces conocí: ¿hicimos el amor?, me parece demasiado en francés para lo provinciano y rústico de aquella capital centroamericana. ¿Fue erotismo, sexo? ¿O un mal paso, de tal magnitud, que aún ahora lo recuerdo con tristeza y rabia. Aquello había que hacerlo. No existía apelación ni estaba ante una verdadera opción. Era un rito de iniciación y los testigos me llevaron –sin el debido proceso- hasta el cadalso. Me esperaron los muy cabrones para ver consumado el sacrificio, su ejecución y el egreso del iniciado.

El significado del amor ¿es igual para hombres que para mujeres? Todavía no. A pesar de las procesiones de la poderosa vulva. La mujer puede –si quiere- esperar su tiempo, su hombre y su circunstancia sin ser orillada o marginada por el grupo. ¡Nosotros, no! Hay un plazo, hay un plazo perentorio, un tiempo y las circunstancias pueden ser, “románticas” o sórdidas. Depende de la suerte y el contexto de cada varón. Unas veces el debutante hace su primera aparición escénica con la sirvienta que hoy llamamos empleada, otras con la ramera de ocasión y hoy, en 2018, que han cambiado un tantito las cosas, con la novia que tan sólo tiene el signo. El significante y el significado son otros, pero se calla –porque es lo que se lleva- y ella va de novia pero fornica, sin que sea mal vista en demasía.

Leo a Platón y me dice (sin confesar su amor por los efebos) que el amor máximo es la máxima admiración por el alma, por el espíritu y no el deseo por el cuerpo de los atletas del gimnasio ateniense. Paso los ojos sobre lo escrito por S. Agustín o Santo Tomás y afirman contundentes que el único amor es el amor a Dios.

¡Que es en vano!, -te lo dije hoy por teléfono- que del amor aún no se habla. Porque se trata de una explosión que sólo pueden verla los amantes y que se borra y se disuelve inmediatamente después del ¿furtivo?, encuentro. Queda, después, sólo una especie de vibración en la mente y el deseo ¡el deseo!, satisfecho como un río remansado en una poza en cuyo fondo se reflejan las estrellas.

Estas y otras reflexiones sobre el sexo, el amor, el “hembrismo” y el machismo me trascurren mientras continúo leyendo, escuchando y reflexionando en torno a los debates que se han montado tras el recorrido procesional de la santa y poderosa vulva. ¡Cuánta inquisición e intolerancia, ante algo realmente tan divino como humano. “Humano, demasiado humano”, como en el texto de Nietzsche.

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