¿La culpa es de los coyotes o del sistema político?

¿Qué es primero, el huevo o la gallina? Hay que poner los puntos sobre las íes, porque la criminalización de coyotaje no hace más que desviar la atención del problema de fondo.

Gonzalo Marroquín Godoy

Por un viaje de trabajo hace algunos años a la fría ciudad de Providence –Rhode Island, Estados Unidos–, me encontré con un guatemalteco ya entrado en años, que se había convertido en capitán de botones en un hotel y tuve la oportunidad de conversar con él en un par de ocasiones por mis inquietudes como periodista.

No recuerdo su nombre, pero me comentó que él llegó a Estados Unidos allá por los años 80, cuando la mayoría de connacionales que huían hacia el norte lo hacían por miedo a la represión que existía aquí a causa de la guerra interna.  Ese era su caso. También me describió –y no dejó de sorprenderme por el frío de la región–, que la comunidad guatemalteca en aquella ciudad era una de las más grandes dentro de los hispanos.

En esa época la violencia y las violaciones a los derechos humanos era el mayor expulsor de migrantes.  En 1996 con la firma de la paz las condiciones del país cambiaron.  Ya no existía miedo a masacres o persecución política, pero la situación socioeconómica no mejoró con la llegada de la democracia en 1986.

De hecho, en vez de disminuir el flujo migratorio, este aumentó por dos razones fundamentales: la brecha estaba marcada y el mecanismo se había perfeccionados por parte de los coyotes y, al mismo tiempo, la pobreza, falta de oportunidades y frustración, se hacía cada vez más grande.

El mayor impacto de los medios de comunicación –tv, telefonía, internet, etcétera– en el área rural permitía a las personas ver una realidad muy diferente a la suya y desde entonces se crea un imaginario de alcanzar lo que saben que el país no les ofrece: mejor educación, trabajo, posibilidad de superación para ellos y sus familias.

Durante la administración del cómico Jimmy Morales se impulsó la ley para penalizar el trabajo de los coyotes.  Se les puso al nivel de traficantes y explotadores (trata) de personas, con el fin de imponer severas penas de cárcel.  Los coyotes, que en las comunidades eran –o son– personas conocidas, empezaron a actuar en mayor clandestinidad, pero al mismo tiempo aumentaron el costo por el servicio, tomando en cuenta que corren mayor riesgo.

A principios del siglo XXI el costo por viajar a EEUU era de unos US$5 mil.  Conozco Pablo Diego, padre de familia en una aldea de San Pedro Soloma, Huehuetenango, quien vio partir a tres de sus hijos hace un par de décadas, pagando cada uno esa cantidad por medio de un préstamo otorgado por un agiotista con la garantía del único terreno que tenían como propiedad familiar.

Estuvieron a punto de perderlo por los intereses elevados que les cobraban, pero finalmente con gran esfuerzo y trabajo allá, lograron saldar la deuda.  Hoy residen en la Florida, trabajan arduamente e incluso han llevado con ellos a sus hijos que allá estudian y han alcanzado el nivel de vida que aquí se les negaba.

Ahora, los coyotes cobran el triple y el flujo de migrantes no se detiene.  ¿La razón? Muy sencilla: la desesperación es tan grande, que están dispuestos a pagar y a correr riesgos, con tal de poder soñar con una vida mejor. ¡Claro!, aquí se ha creado un sistema político asfixiante, que no permite el desarrollo ni deja que las familias puedan irse superando, aunque sea de poco en poco. 

Aquí, simplemente las oportunidades son para unos cuantos y el sistema político se ha encargado de mantener todo estático para las grandes mayorías.  No para los funcionarios y personajes de turno, porque cada cuatro años un grupo nuevo se suma a los que ya explotan al país por medio de la corrupción y la impunidad. Nuevos ricos por montón.

Cuando en Estados Unidos se dictó la Ley Seca, la gente no dejó de beber, pero tenía que pagar más por ello.  Igual pasa con la penalización a los coyotes.  En la medida en que más se les persiga, cobrarán más –no desaparecerán–, pero lo malo es que se forman estructuras como los carteles de la droga, que se aprovechan del flujo y el dinero, sin garantizar nada a cambio de ello, como lo vimos la tragedia de la semana pasada.

En la estructura piramidal de responsabilidades para que la migración continúe, debe verse al sistema político en la cúspide como el mayor culpable.  Las asquerosas corrupción e impunidad –recordemos que somos uno de los pocos países democráticos en el que el sistema de justicia es la alfombra del sistema político–, son la causa de que nuestro Estado sea fallido.

Si dejamos de tener un Estado fallido, si cesa la corrupción y termina la impunidad, si la justicia recupera su independencia, si los funcionarios públicos se vuelven servidores ¡de verdad!, entonces, y solo entonces, veremos que disminuye el flujo de migrantes.

No nos perdamos.  Los coyotes no son el problema, son resultado de ese Estado fallido, son resultado de una necesidad, producto de nuestro sistema político fracasado y corrupto.