En 2015 se destapó esa cloaca de corrupción e impunidad que ha mantenido al país en medio de un pantano socioeconómico dramático. Quedó entonces al desnudo el fracaso de dos sistemas, el político y el de justicia, llamados a ser los pilares para fortalecer la democracia y promover el desarrollo integral de la nación.
La sociedad guatemalteca, dividida, cansada, desconfiada —intersectorial y hasta personalmente—, tuvo un importante aunque breve despertar, en el cual se dejaron por un lado los intereses particulares o de grupo, para elevar una sola voz y exigir un cambio de fondo en estos dos sistemas. Se hizo de manera sencilla, enfocándose, principalmente, en las cosas que unían: repudio a la corrupción y la impunidad.
La corrupción, esa que ha causado el rebalse de la cloaca institucional, se desbordó por el complejo y eficiente entramado construido por la clase política para posesionarse del Estado y pervertir el funcionamiento de sus tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Sobre esto, aquel movimiento cívico no mostraba divisiones: ¡Hay que terminar con la porquería!
El movimiento ciudadano se diluyó —y se trasladó únicamente a las confusas redes sociales— cuando el eficaz trabajo del MP y la CICIG principió a desbaratar las estructuras más notorias de corrupción. Pero la tarea de fondo, esa de promover el auténtico cambio que garantice que lo sucedido ¡nunca más! se repita, esa quedó pendiendo de un hilo y, peor aún, pendiendo de la voluntad que pueda tener para promover ese cambio la tristemente célebre clase política, autora y responsable de todo ese desbarajuste creado en las más importantes instituciones del Estado.
Y es aquí donde se principia a construir un entramado de segunda generación —así lo podría describir el presidente Jimmy Morales—. En efecto, los diputados aceptan que hay que reformar el sistema político del país y aprueban una extensa pero superficial reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP), con mejoras —de maquillaje, por supuesto—, pero sin generar cambios de fondo, al extremo de que ahora se intenta hacer otra reforma que, mucho me temo, llegará tarde y mal, si es que llega.
Parte de la estrategia fue cambiar y hablar mucho, para no modificar la esencia.
Ahora le toca el turno al sistema de justicia. ¡Claro que se requiere una reforma profunda! La intención, como la de pedir los cambios a la LEPP, es buena y está plenamente justificada. Sin embargo, se cometen errores, posiblemente por falta de una adecuada estrategia para lograr lo que es indispensable modificar para combatir la impunidad y generar un sistema de justicia verdaderamente independiente y eficiente.
Como sucedió en la Consulta Popular de 1999, se ha creado un paquete muy grande de reformas y se han incluido algunos cambios que están provocando intensa polémica y pueden hacer peligrar su aprobación a la hora de una votación. Hay que pensar que se juega el mejorar —o no— ese sistema evidentemente caduco y cooptado, así como el gasto de unos Q300 millones —o más— que sería una lástima tirar a la basura en un país con tantas carencias sociales.
El punto que crea más polémica y genera división social y hasta confrontación ideológica, es el de la jurisdicción de justicia indígena o ancestral —que ya se aplica en el país sin hacer tanta bulla—, tema que puede ser tomado para una campaña a favor del NO y tirar por la borda el resto de reformas que se requieren para hacer funcional el Estado de derecho y avanzar en la lucha contra la impunidad. Me parece que no era el momento para introducir este tema tan controversial en un país que sigue estando dividido y donde persiste el racismo —en todas las direcciones—. En una democracia funcional, esto se podría discutir ampliamente. Aquí y ahora, cabe solo esperar confrontación por la poca tolerancia que se muestra en la mayoría de sectores. Además, después de escuchar los argumentos sobre la forma eficiente en que funciona esta jurisdicción —lo cual no se puede poner en duda—, cabe preguntarse si era necesario incluir el tema entre las reformas que, lo que pretenden, es mejorar en las áreas donde se necesita para crear la independencia de poderes y poder combatir la impunidad.
Tampoco ha gustado la creación del Consejo Nacional de Justicia para ejecutar la parte administrativa dentro del Organismo Judicial, para mí, porque se vuelve a dejar en manos de la clase política —cuestionada y no cambiada por las otras reformas pinches— la designación de sus autoridades y, por lo tanto, tendrá control en un sector vital para ejercer influencia entre jueces y magistrados. Las comisiones de postulación están mal, pero dejar en manos de los cuestionados poderes Ejecutivo y Legislativo este rol, también es malo.
Finalmente, hubiera sido prudente seguir lo que dicen destacados juristas, en el sentido de que algunas de las reformas planteadas debieron ejecutarse por la vía de legislación ordinaria. Esto tendría distintos beneficios: tocar lo menos posible la Constitución y, tal vez lo más importante, las reformas que irían a consulta serían menos y de más fácil comprensión para un electorado que, recordemos, será el que decida finalmente entre el SI y el NO, tras lo que podría ser una campaña intensa, llena de polémica y generadora de mayor división en el país.
La confianza exagerada no provoca victorias. Si no, tenemos esa Consulta de 1999, el brexit este año en Gran Bretaña y recientemente el referéndum en Colombia sobre los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC. En las tres ganó el NO.
Bien dice el refrán, que lo corto y bueno… dos veces bueno.