La mano que mece la cuna y sus operadores, están muy conscientes de tener una ideología y ejercen esa facultad, haciéndole creer a las masas y a las capas medias que ellos no deben tenerlas. ¡Vaya cinismo! |
José Alfredo Calderón E.
Historiador y analista político
Mientras se desarrollaba una guerra militar en el campo (1960-1996), sobre todo en territorios de los pueblos indígenas, simultáneamente se libraba otra batalla más global y de carácter mediático: la lucha ideológica entre quienes querían modificar el statu quo y quienes hicieron esfuerzos denodados porque esto no ocurriera. No podía ser de otra forma, pues en momentos de crisis política, los grupos sociales se polarizan, incluso aquellos que se mantienen –normalmente– ajenos a las cuestiones públicas y toman partido por un bando u otro.
Desde la trinchera, militares y fuerzas revolucionarias se enfrentaron en una guerra desigual pues los recursos de los primeros eran enormes en cantidad y calidad, teniendo el respaldo del aparato estatal y del paraestatal. Este último operó desde el financiamiento privado subterráneo hasta la acción de grupos criminales de exterminio, que complementaban la represión que el ejército hacía. Sin embargo, en el terreno ideológico, las fuerzas militares no fueron capaces de plasmar su superioridad y la correlación de fuerzas, fue menos desigual, aunque siempre a su favor.
Lo primero fue generar miedo y luego terror. Ese objetivo se cumplía con las masacres, desapariciones, torturas, amenazas y todo un escenario tétrico que marcaba el negro presagio de lo que le pasaba a los que estaban contra el sistema. Pronto el pánico fue general, tanto en el campo y la ciudad, pues hasta quienes no se no se involucraban en absolutamente ningún asunto político, fueron víctimas. El escenario primario estaba servido: miedo, mucho miedo. Cualquier comentario o situación sospechosa podía ser objeto (y lo fue) de una respuesta macabra del Estado.
Simultáneamente, los especialistas norteamericanos diseñaron un plan de desprestigio del constructo “enemigo interno” y entrenaron a un sector de las fuerzas oficiales, incluyendo a grupos paramilitares y civiles en guerra ideológica. Según este plan, no existían guerrilleros ni muchos menos revolucionarios, existían: facciosos, delincuentes subversivos, bandas ideológicas criminales, enemigos de la patria, parias, apátridas, mercenarios rusos y cubanos, así como una larga lista de epítetos. Los rústicos boletines militares generaron una narrativa en la que los grupos que combatían eran todos criminales, sin excepción. Lo eran porque el comunismo internacional los dirigía y financiaba y porque cuando triunfaran “los rojos”, estos les robarían a todos los pobres sus licuadoras, sus radios y sus animalitos. De hecho, la fantasía llegó a ser de tal magnitud, que algunos se creyeron el cuento que hasta comían niños.
La inteligencia nunca fue un fuerte para el bando estrictamente castrense. Por ello, las asustadas élites económicas derrocharon mucha plata para varios cauces de la guerra. Cuando Estados Unidos cortó la ayuda militar, pronto contactaron con Israel para suplir la provisión de armas y entrenamiento y ellos mismos aportaron capital para apoyar la guerra. Cuando la población ya no creyó fácilmente los partes militares y el movimiento de masas empezó a apoyar al movimiento revolucionario, las alarmas cundieron y construyeron un ejército de desinformadores y manipuladores de la opinión pública. Sea con artículos de prensa, sea desde la acción administrativa de las instituciones del Estado, sea desde campañas evangélicas protestantes, sea desde la escuela, la televisión y todos los medios posibles, fueron agigantando la “amenaza comunista” contra la que todo guatemalteco de bien debía luchar.
Pronto surgió el discurso de que no había guerra sino un conflicto armado interno derivado de la invasión de cubanos y rusos. El gran problema –decían– eran esas ideologías extrañas venidas de la fría Rusia o de la cálida isla caribeña que le había plantado cara a Estados Unidos en desigualdad total. Aquí no hay ideologías –fingían– sino sentimientos y emociones patrióticas y cristianas. En cambio, el enemigo es ateo y posee el demonio interno que se alimenta por medio de esas “ideologías”.
Terminó la guerra, militarmente hablando, pero la paz no llegó. El silencio de los fusiles fue importante pero no alcanzó, pues las causas de la guerra no solo sigueron, sino que empeoraron. El saldo de la posguerra es el miedo, el rompimiento del tejido social, la desconfianza, la desorganización, el ninguneo y la descalificación mutua entre la misma subalternidad y algo más grave: la ausencia de claridad política para construir un proyecto y diseñar un programa de acción. Para facilitar todo esto, la cruel matanza de los líderes sociales despojó a la sociedad de una conducción clara.
La contrainsurgencia fue exitosa en muchos aspectos ya que el principal objetivo de la guerra no era militar, sino ideológico en general y psicológico en particular. El movimiento social y la insurgencia desmovilizada se “oenegizaron” y fueron subsumidos por la agenda natural de esas organizaciones. El papel de las otrora iglesias progresistas cedió a la agenda fundamentalista del neopentecostalismo más radical. Los organismos internacionales volvieron a su cauce diplomático natural y las organizaciones sobrevivientes con claridad política fueron perseguidas y aniquiladas, cuando no cooptadas. Las élites en cambio, cerraron filas a pesar de sus rencillas periódicas, pues cuando el sistema en su conjunto está en juego, la dominación de clase deviene en lo fundamental.
Aunque la planificación contrainsurgente fue y sigue siendo totalmente ideológica, su éxito consiste en esa descalificación de las ideologías y la aceptación de las masas de que pensar es malo. Claro que dicho en seco resulta ofensivo, por lo que los operadores del sistema manipulan el discurso de mil formas: “usted puede pensar, pero no se meta con las ideologías”. Ahora resulta que las ideologías son un monstruo que envenena el alma de las dulces palomitas del reino. Sin ellas, seguramente, todas las criaturas vivirán en paz y armonía. Eso sí, explotadas y engañadas, pero felices.
Francis Fukuyama provocó en 1992 un fuego temporal y limitado al decir que las ideologías habían muerto y lo expuso en su libro: “El fin de la historia y el último hombre”. Más temprano que tarde tuvo que dar marcha atrás y reconocerlo públicamente: No solo no han muerto, sino que están más vivas que nunca. Por supuesto que esas tendencias del primer mundo llegan muy tarde o simplemente no llegan a estas aldeas de bello paisaje y pretensiones de ser país.
Quítese el miedo a reconocer que tiene una ideología o la mezcla de varias. No solo es natural, sino que dice mucho sobre su inteligencia. Cada opinión, cada comentario, cada criterio que usted expresa, está lleno de ideología, aunque deteste la política y se defina como “neutral” o “de centro”. Su experiencia, su formación, la vida familiar y comunitaria, el trabajo, las creencias y prácticas religiosas condicionan mucho su pensar y actuar. Los sistemas de pensamiento llamados ideologías, están presentes más allá de su voluntad y aceptación; unos más refinados que otros. Solo no haga el oso de decir que no tiene, ni quiere tener, ninguna ideología.
Dejo para otro día el miedo a hablar de izquierdas y derechas (en plural, por favor), porque si no se gana el curso propedéutico de pensamiento reflexivo básico, no podemos avanzar.