PROVOCATIO: Hablar de lo humano en un contexto inhumano

La idea de la dignidad humana es el eje conceptual que conecta la moral del respeto igualitario de toda persona con el derecho positivo y el proceso de legislación democrático, de tal forma que su interacción puede dar origen a un orden político fundado en los derechos humanos.  Ese orden, no es más que el Estado democrático de Derecho, asociado a una democracia participativa y no solo representativa, complementada, con un enfoque de derechos en el que la visión sea el bien común.

José Alfredo Calderón E.

Historiador y analista político

El jueves 8 de diciembre me invitaron a dictar una conferencia con ocasión de un aniversario más de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 dic.).  La ponencia la centré en Dignidad Humana, Libertad y Justicia para todos.  Se lo que muchos estarán pensando… qué ironía hablar de derechos humanos en un contexto como el nuestro.

A pesar de las usuales limitaciones de tiempo para este tipo de conferencias, traté de centrarme en lo más importante: la dignidad humana, que como bien dijo el gran filósofo alemán Jürgen Habermas, constituye la «fuente» moral de la que todos los derechos fundamentales derivan su sustento. 

Los documentos fundacionales de las Naciones Unidas que establecieron una conexión explícita entre los derechos humanos y la dignidad humana fueron una respuesta clara a los crímenes masivos cometidos bajo el régimen nazi y las masacres de la Segunda Guerra Mundial.  Terminada esa barbarie, pareciera que el mundo no aprendió la lección y los vejámenes más monstruosos contra la dignidad del ser humano, se siguieron cometiendo bajo el manto de todo tipo de argumentaciones espurias y perversas.

Guatemala misma, sufrió su propio holocausto en el marco de un terrorismo de Estado sin precedentes en el continente americano.  Doscientos mil muertos y 45 mil desaparecidos evidencian hasta dónde puede llegar la crueldad humana, amparada en doctrinas desfasadas generadas por mentes perturbadas y ejecutadas por seres aún más enfermos. 

La dignidad humana hace las veces de un sismógrafo que registra lo que es constitutivo de un orden democrático legal; es decir, una sociedad con aquellos derechos que los ciudadanos de una comunidad política deben concederse a sí mismos si son capaces de respetarse entre sí, como miembros de una asociación voluntaria entre personas libres e iguales.  Y aunado a la dignidad, está la condición de libertad e igualdad, pues solo entre personas con estas cualidades, puede haber vigencia plena y efectiva de los derechos humanos. 

Los derechos humanos exhiben un rostro que observa simultáneamente a la moral y el derecho, pues siempre ha existido una conexión interna entre la noción moral de dignidad humana y la concepción jurídica de los derechos humanos, aunque esta asociación y concreción sólo se haya manifestado de manera explícita en el pasado reciente, por su tardía aparición como concepto legal.  La dignidad humana sirve como un «portal» a través del cual la sustancia igualitaria y universalista de la moral se traslada al derecho.

Debido a su carácter abstracto, los derechos fundamentales necesitan ser especificados en términos concretos en cada caso particular, para lo cual, es muy valioso el aforismo esgrimido por Simón Rodríguez, educador de Simón Bolívar: “Lo que no se siente, no se entiende; lo que no se entiende, no interesa”.  De esta máxima se pueden sacar muchas acotaciones como el hecho que el conocimiento entra por el corazón y no por la mente, como normalmente se cree.  Si no traducimos a un lenguaje asequible a todas y todos, si no demostramos la validez y utilidad concreta de los derechos humanos, aquellos discursos formalistas se oirán como ecos banales sin ningún significado para las grandes mayorías.

Y como dice, John Rawls, las experiencias de exclusión, maltrato y discriminación son las que nos enseñan que los derechos civiles clásicos adquieren igual valor para todos los ciudadanos, únicamente cuando se complementan con derechos sociales y culturales.  No se puede entender la mayúscula dimensión de la dignidad humana, sin asociarla a la libertad, la justicia y a los derechos no solo individuales sino, fundamentalmente, los colectivos. 

La idea de la dignidad humana es el eje conceptual que conecta la moral del respeto igualitario de toda persona con el derecho positivo y el proceso de legislación democrático, de tal forma que su interacción puede dar origen a un orden político fundado en los derechos humanos.  Ese orden, no es más que el Estado democrático de Derecho, asociado a una democracia participativa y no solo representativa, complementada con un enfoque de derechos en el que la visión sea el bien común.  Entonces, los derechos humanos se circunscriben de manera precisa sólo en aquella parte de la moral que puede ser traducida al ámbito de la ley coercitiva y transformarse en una realidad política mediante la fórmula robusta de derechos civiles efectivos.

El anhelo, el deseo o la pasión por la igualdad y la libertad constituye el principio político de las democracias, mientras que la idea de bien, no obstante, su fragilidad y relatividad, constituye la esencia de la justicia y, por consiguiente, del derecho y de la comunidad política democrática. 

Hace más de dos mil años, Aristóteles nos enseñaba que “toda comunidad se ha establecido teniendo como fin un determinado bien, ya que todas las acciones humanas se realizan, sin excepción, en orden a obtener aquello que se piensa es un bien”.  Desde un enfoque de derechos, ese bien, es el bien común, contemplado en el artículo uno de nuestra Constitución Política de la República. 

La libertad de pensamiento y opinión se deja ver como la esencia misma de la libertad, sin perjuicio de otras garantías, como el derecho a defender derechos.  No es, entonces, la idea libertaria individualista de hacer todo lo que se quiera.  Así mismo, para entender lo justo, cierro con esta reflexión deductiva: Si la justicia es dar a cada uno lo que le corresponde, y si las mujeres y los hombres son seres humanos, a éstos les corresponde vivir en una democracia y estar en posesión de todos los bienes que garantiza la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  Esto sería lo justo. 

Lo injusto es lo inhumano, que existan comunidades y personas marginadas, sumergidos en la miseria material y espiritual, la ignorancia y el miedo, con el agravante de hacerles creer que son libres e iguales a sus gobernantes y opresores.  Tal y como, precisamente, sucede con la realidad de este territorio llamado Guatemala.

A pesar de los distractores y campañas contra derechos, los más lúcidos debemos continuar siendo necios e insistir que un mundo diferente es posible, uno basado en valores que luego se traducen en facultades, derechos y garantías para ser más humanos y concretar el bien común para todas y todos.  Simple pero tremendamente difícil cuando las tinieblas colman las posibilidades concretas de una transformación material y espiritual.