No soy partidario de gobernantes que basan su poder en carisma y redes, escondiendo la carencia de proyecto político y solidez ideológica en el Populismo. Pero de algo estoy seguro: si yo votara en El Salvador, hubiera hecho lo mismo que la gran mayoría. |
José Alfredo Calderón E.
Historiador y analista político
Hay una gran profusión del concepto de Populismo en los ambientes no académicos, “…desde los contextos más coloquiales de la opinión pública en general, hasta los registros más formales y significativos del discurso político, donde se le usa sin muchos escrúpulos debido a que en este espacio tiene una connotación claramente negativa, útil para la descalificación y estigmatización del adversario.” (Dr. Roberto García, UNAM-Complutense). Cualquier hijo de vecino se refiere a movimientos, grupos y personas como “populistas” ignorando su origen y significado, pues lo que la mayoría tienen en mente, es descalificar a quienes, según ellos, tienen un pensamiento socializante, izquierdoso, colectivista, bolchevique, comunistoide.
Los más racistas mezclan su anticomunismo con la supuesta supremacía de quienes priorizan el capital, la libre empresa, la propiedad privada y el fundamentalismo religioso, viendo en todo pensamiento a su izquierda (aunque sea dentro de la misma derecha) enemigos irreconciliables que, además, son mucos, choleros o muertos de hambre, según expresiones que he escuchado en esos ambientes de supuesto pedigrí…
Antes de entrar al tema que me anima en esta PROVOCATIO, quiero aludir a los orígenes del Populismo, cuyos principales exponentes fueron Juan Domingo Perón en Argentina y Getulio Vargas en Brasil, el primero desde los años cuarenta y el segundo desde los treinta. El primero más afamado, con su partido Justicialista y su movimiento de Descamisados y el brasileño con su Estado Novo más progresista.
Ambos compartían carreras militares, un gran carisma, el hecho de haber sido presidentes más de una vez, ambos paternalistas y con una gran capacidad de convocatoria de las masas. Los dos, anticomunistas, y eso precisamente es lo que marca el contenido político del Populismo en sus orígenes.
La depresión de 1929 y otros factores, había alentado el movimiento comunista o socialista y el sistema capitalista necesitaba un instrumento político que, sin despertar mayores sospechas, se presentara como favorable al pueblo, aunque su naturaleza fuera desarrollar un modelo económico acorde a lo que llamaban el mundo libre, en clara alusión al mundo bolchevique.
En Guatemala, su referente fue el Dr. Juan José Arévalo que acuñó el término: “Socialismo Espiritual”. Para contrarrestar el concepto de lucha de clases, el Populismo se valió de términos como “descamisados” y ante el antagonismo de clases, Perón tuvo la habilidad de crear una dicotomía entre peronistas y antiperonistas. Aunque podríamos ahondar mucho más, con lo anterior queda claro que los orígenes del Populismo son contrarios al comunismo y el socialismo.
Posteriormente, y solo después del derrumbe de la Cortina de Hierro, surge un nuevo Populismo con dos vertientes: el de derecha representado por personajes tan disímiles que van desde Donald Trump a Bukele, para citar el caso más cercano que hoy quiero abordar.
Y, por otra parte, un Populismo de una nueva izquierda como los casos de Chávez en Venezuela, Correa en el Ecuador, Los Fernández en Argentina y otros, más basados en carisma y cercanía a las masas, que propiamente en un proyecto político marxista, como sería el caso de la izquierda histórica y tradicional.
Ahora sí, quiero destacar el revuelo que ha causado el triunfo contundente de Nayib Bukele en El Salvador, un joven capitalista que ha minimizado la importancia de las ideologías y los proyectos políticos, aprovechando muy bien el hastío del pueblo salvadoreño por una dicotomía política de ARENA-FMLN que destruyó al país y volvió espuriamente ricos a muchos, incluyendo personajes de izquierda que, al llegar al poder, desvirtuaron sus principios revolucionarios.
No es cierto que Bukele carezca de ideología. Sin ser un intelectual, está claro que su pensamiento se inscribe en una derecha emergente basada en su innegable carisma y manejo de redes. Basta ver su habilidad en las conferencias de prensa para percatarse de sus competencias comunicacionales y su habilidad para vender la idea de una nueva forma de hacer política.
Ataca con igual fuerza al partido de la derecha fascista de El Salvador (ARENA) como al ex insurgente FMLN y eso lo coloca – con gran destreza mercadológica– más allá del “bien y del mal”.
El pueblo salvadoreño solo tenía dos opciones: votar por el mismo mecanismo bipartidista que destruyó la credibilidad de la población y acusó una naturaleza nefasta; o bien, apostar a la esperanza de un Bukele que, si bien es más simpatía que profundidad, por lo menos significa una posibilidad de cambio.
Las luces de alarma se enfocan en la concentración de poder obtenida por el partido Ideas Nuevas en las recientes elecciones municipales y legislativas, olvidando que esa aplastante mayoría, se basó en el voto popular de un sistema electoral cuyas reglas fueron aceptadas por todos los contendientes. Es pues, un triunfo democrático, legal y legítimo.
Muchas voces, incluyendo algunas académicas, hablan de la necesidad de un balance que permita controles en el ejercicio del poder, argumento que es muy válido en democracias escandinavas como Finlandia, Dinamarca, Suecia y otros, pero que, en el trópico, resultan irrisorias dada la experiencia reciente.
Los pretendidos balances, producto de una atomización partidaria, terminan por corromper y cooptar aún más al Estado. Las alianzas y negociaciones que suponen la construcción de un pacto derivan en un “Yo te doy pero tú me das”, hasta que la mutua extorsión degenera por el insaciable monto de las prebendas (que por supuesto, vienen del erario) o por las diferencias que toda alianza espuria genera.
Ahora bien, carismas y porcentajes aparte, tanto en El Salvador como en Guatemala, el problema radica en la carencia de un verdadero sistema de partidos políticos, la monumental corrupción y la prostitución de la práctica política.
Esto obligó a Bukele a subirse en una plataforma tradicional y corrupta porque no inscribieron a su partido para participar en las elecciones. Luego, secunda su triunfo ya con partido nuevo y con resultados que le permiten gobernar sin alianzas.
El Populismo de Bukele puede ser peligroso si no aprovecha su popularidad para generar cambios sustanciales y no mide sus posibles sueños mesiánicos de perpetuación. La administración Biden y las élites tradicionales salvadoreñas lo ven con mucho recelo por su independencia, pues se debe recordar que el insumo fundamental de quienes diseñaron, dirigieron y financiaron el actual sistema, es la dependencia del funcionario electo, con respecto a sus financistas y patrones.
La decisión de nuestros vecinos se entiende perfectamente. Entre pretender resultados diferentes haciendo lo mismo y votar por una esperanza aunque sea peligrosa, la elección resultó obviamente inteligente dado el contexto y particularidades de la realidad salvadoreña.
Entre el pueblo salvadoreño y el guatemalteco hay muchas diferencias a pesar de la cercanía y tradición histórica. Creo que con la misma facilidad que le dieron casi todo el poder ahora, le demandarán resultados concretos en un futuro inmediato.
Si el hambre y la falta de oportunidades amainan, los excesos carismáticos de Bukele no serán problema para las masas. Ojalá que dentro de toda la parafernalia que encarna el Populismo de derecha, el poder casi ilimitado de Bukele le permita hacer cambios importantes en beneficio de los más vulnerables. Pretender un nuevo modelo económico es una quimera, pero dentro de la supraestructura se puede hacer mucho, aún desde un proyecto burgués corporativo.
El tiempo, cual juez implacable, nos dirá si Bukele es uno más o marcará diferencia real. En realidad, el quid debe plantearse cuestionando la legitimidad y sostenibilidad del sistema político-electoral actual de nuestros países.