La Ley de Reforma Agraria es del  color del cristal con que se mira

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Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com


Decía en mi columna —próximo anterior a esta— que distintas leyes que se discuten en el manicomio y kinder de la novena avenida, ocupan el tiempo de los ciudadanos que, con atención y más aún ¡con  preocupación!, seguimos los pasos ¡absolutamente titubeantes!, de los primeros 100 días en el poder de Aristónteles Morales y del aludido conjunto presidido por Taraorate, capitán de la Nave de los Locos: Stultifera Navis, de Brandt y del Bosco. Pero por sobre esas leyes que se discuten —y de las que ya han sido aprobadas algunas y algunos reglamentos— de manera machista, misógina, colonialista y con discriminación racial, hay otra ¡fundamental!, a la que se trata de no darle ninguna importancia para que permanezca engavetada y sólo resuelle muy de tarde en tarde, cuando algún grupo indígena —como el famoso CUC  o similar— proteste cuando, por X o Y razón, se ven supremamente conculcadas sus vidas y sus derechos constitucionales y humanos, como en el caso de la cumbre de Alaska —y la matanza de indígenas  por balas del glorioso Ejército Nacional— a principios del gobierno del desentrañado comandante Tito Arias, alias Pérez Molina. Y seguimos la même chose ¡tremendista!, con la brillante y saguinolenta presencia de Puñalito Ovalle, primer actor torcido y serpenteado de la tragedia nacional, representada en Alta Verapaz, y  brazo derecho de la tropa loca al mando por ya sabemos quien, y sus enconados y coléricos boys de AVEMILGUA. Todo made in Army, como debe ser.

El artículo mío al que aludo arriba, causó algo de escozor en amigos y conocidos e incluso en más de algún columnista de esta misma Casa. A ellos quiero decirles que, una vez más la ley Campoamor viene como anillo al dedo en el sentido cínico de que, como decía el famoso poeta, contemporáneo y en la misma sintonía estética de Núñez de Arce, que nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.

El cristal que, cual una lupa maravillosa, mágica —de los Hombres de Maíz— que yo porto en las manos, tamiza o filtra el color predilecto de Darío y Gómez Carrillo: el malva, que es acaso el color de cáritas y de la filantropía. El de ustedes, los que han disentido de cara a mí deseo por una Ley de Desarrollo Rural Integral (LDRI) eufemismo de Ley de Reforma Agraria, filtra otro color: un verde amarillento bilioso que, aunque presuma de saber, no sabe nada de amor al prójimo y menos aún de quitarnos el pan de la boca para darlo a otro, según manifiesta la ley religiosa que ustedes profesan y que yo no. Porque conozco muy bien la Santa Sede por dentro, cuando fui embajador en Italia. Y esto no lo cambiará Francisco con todos los poderes de Santiago, Roma y Jerusalén. Ellos son I banchieri di Dio. Y la conozco y lo supe desde niño —también y además y por otra parte— en las sudorosas aulas maristas del Liceo Salvadoreño, con sus calientonas llagas de pedófilos.

Soy, además, ferviente admirador de Juan Jacobo Rousseau y de toda su obra, que mandaba estudiar a mis alumnos en las clases de la Facultad de Humanidades de la USAC; pero, especialmente, del Discurso del Origen de la Desigualdad, que cito, abreviado, para los que me han escrito, a mi correo, con frases de diatriba y disenso:

El primero que, habiendo cercado un terreno se le ocurrió decir: ¡esto es mío!, y encontró gente lo bastante simple como para creerlo, éste fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuánta  miseria y horrores no habría evitado al género humano aquel que, arrancando las estacas o allanando el cerco, hubiese gritado a sus semejantes: Guardaos de escuchar a este impostor, estáis perdidos si olvidáis que LOS FRUTOS SON DE TODOS Y LA TIERRA NO ES DE NADIE.

Claro que esta última frase es perfecta para formar la médula de una utopía y, por lo tanto, imposible de entronizar en una sociedad de fieras hambrientas de oro y lujuriosas, como la nuestra, no sólo por la muer, sino también por las tierras del vecino si es posible allanarlas, como lo hizo y lo legalizó la economía colonial, al crear el sistema de encomenderos y repartimientos que, mutatis mutandis, es lo mismo que seguimos respirando en este averno llamado Guatemala, un lugar sin límites —para la codicia— así establecido por el señor feudal y su hoy sucesor el señorito satisfecho de la oligarquía rural y medio industrial maquilero.

¿Por qué propugno la Ley de Desarrollo Rural Integral y apoyo a su cabeza visible don Daniel Pascual? Pues porque veo brotes cuasi silentes o de alguna manera ya claramente manifiestos ¡y con vocerío agitado!, en las Fuerzas Armadas Campesinas, FAC, a cuyo frente se encuentra el comandante Pérez Ramírez, acaso satélite y acólito del comandante Marcos (Huhue-Chiapas), que nos puede poner de rodillas —él y otros grupos que pudieran acuerparlo en su manía ecológica— desgraciadamente ¡a justos y pecadores! Por ello, antes de que se produzca un chorro de fuego sobre nuestras cabezas, propongo una sociedad igualitaria (ègalité), donde los pobres no se vean obligados a venderse a los ricos, y donde todos los ciudadanos tengan realmente asegurados los medios de subsistencia o un trozo de tierra que les permita sobrevivir sin depender de nadie. Por eso Juan Jacobo dice en El Contrato Social:

Que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse.