Para que la democracia sea funcional debe nutrirse de auténticos partidos políticos y no por estructuras politiqueras que solamente buscan un mecanismo de enriquecimiento.
Gonzalo Marroquín Godoy
Allá por el año 1820, cuando soplaban aires de independencia por estas tierras, se inicia la historia de los partidos políticos de Guatemala, marcados desde entonces con el karma que dejaron las primeras organizaciones creadas en aquel momento: los Cacos y los Bacos, llamados así porque los unos eran señalados como ladrones y los otros bebedores bohemios.
Con el tiempo han prevalecido más los Cacos, al extremo que en nuestros días este nombre encajaría perfectamente para la mayoría –por no decir todos– de los 23 partidos políticos inscritos y mucho me temo que también a los 36 comités pro formación que hacen cola en el Tribunal Supremo Electoral (TSE) para participar en las elecciones 2023.
No trato de desprestigiar el quehacer político, trato de hacer ver la forma en que se maneja la política en Guatemala. Aquí los llamados partidos políticos se han olvidado que entre sus tareas fundamentales debieran incluir: visión de servicio público –eficiente y transparente–; democracia interna; compromiso con valores democráticos; fomento y formación de liderazgos; ideología sólida; identificación con los intereses nacionales; entre otros.
Todas estas características positivas se dejan de lado para ser pinches vehículos electoreros que buscan alcanzar la cuota de poder que les permita dirigir o ser tomados en cuenta para el saqueo de las arcas nacionales, sin importar que mantienen al país en el subdesarrollo, por más que se cacaree que tenemos la economía más sólida del área.
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Para empezar, ¿Sabía apreciado(a) lector(a) que para las próximas elecciones podríamos tener 30 o más partidos políticos habilitados para presentar candidaturas? Es una burrada monumental que tiene el fin perverso de mantener en las altas esferas del poder a un grupito de partidos, que son los que se reparten con cuotas la rosca –la plata–, sin permitir que surjan grupos auténticamente democráticos y que puedan competir en igualdad de condiciones.
Como en Guatemala ciertos círculos de la sociedad le agarraron tirria a todo lo que hizo la CICIG, tratan de ignorar que uno de los hallazgos que nos presentó con lujo de detalles, es la forma en que la corrupción que se observa de gobierno en gobierno brota en cascada desde la campaña electoral y la estructura partidaria.
Los ejemplos que la CICIG desnudó con lujo de detalles fueron el de los patriotas (PP), la UNE, FCN-Nación y algunos otros, todos marcados por corrupción y evidenciados por sobornos para financiamiento de la campaña, como también la FECI estuvo a punto de demostrar lo que sucedió con Giammattei y su partido Vamos, que habrían recibido millones de parte de constructores a cambio de obras que después les fueron entregadas, seguramente muy sobrevaluadas, porque –ni modo– tenían que recuperar la inversión.
Entre ese montón de partidos políticos inscritos y por inscribirse, no hay ninguno que esté operando como debiera ser. En ninguno hay democracia interna y es una persona o un grupúsculo de individuos, el que decide a quién venden las candidaturas. En efecto, en muchos de ellos se pone hasta precio a una candidatura de diputado o alcalde, dependiendo de tamaño que tenga la organización política y las posibilidades de triunfo.
Entre los 23 partidos inscritos, la UNE es el que más afiliados tiene. Cuando el partido de la esperanza –¡qué ironía!– hizo gobierno (2008-2012) llegó a superar los cien mil afiliados, pero en la actualidad no llega a 87 mil, lo que demuestra su deterioro y la poca credibilidad que tiene, como todos los demás. Cada encuesta que recuerdo sobre el tema, dice siempre que la gente no cree en los partidos políticos, pero no hay mas remedio que votar por alguno de ellos.
Nuestro sistema político es ineficiente y altamente corrupto, pero al mismo tiempo ha ido cooptando todo el Estado, al extremo que maneja el poder central, las instituciones y hasta el poder municipal, lo que hace difícil que se pueda dar –algún día– una anhelada y auténtica reforma, no sin una presión extrema de la sociedad o por un liderazgo correcto que surja.
Estamos viendo –y comprobando a cada momento–, que los politiqueros se tapan y ayudan unos a otros. Hemos llegado al extremo de que no se mueve un dedo de la justicia contra integrantes de la alianza oficialista. Nunca como ahora se había visto un asalto a la institucionalidad a favor a favor de la clase política para asegurar impunidad.
Lamentablemente cualquier cambio a la ley pasa por las manos de los mismos politiqueros que quieren seguir en la fiesta saqueando el erario nacional y haciéndose ricos, pues, al fin y al cabo, para eso participan en la política, no para servir, sino para servirse.
Los que tenemos se pueden llamar partidos políticos, pero en realidad no lo son, en el sentido de lo que debieran ser. Son simples estructuras que tienen como fin beneficiar a sus dueños y amigos, no al pueblo.