Giammattei lanza alarma… o es falsa alarma innecesaria

Las relaciones entre Washington y Guatemala han llegado a su peor momento desde la época intervencionista de EEUU en Latinoamérica a mediados del siglo XX.

Gonzalo Marroquín Godoy

Por supuesto que es algo que no viví.  Apenas había nacido allá por el año 1954, cuando en medio de la guerra fría, la Casa Blanca y la CIA decidieron apoyar a la oposición –los liberacionistas– para derrocar al presidente Jacobo Árbenz Guzmán, electo popularmente, pero al que Washington consideraba cercano al comunismo.

El año anterior, el presidente Dwigth Eisenhower había nombrado a un diplomático de línea dura, John Peurifoy, con la tarea de defender los intereses estadounidenses y alejar el fantasma del comunismo en Guatemala.

La historia marca que el 18 de junio se produjo la invasión militar de parte de las fuerzas liberacionistas desde Honduras con el apoyo de la CIA, lo que provocó finalmente la renuncia –caída– de Árbenz.  Todo esto se conoce por documentos desclasificados por Washington desde hace años, aunque antes se sabía por las noticias y evidencias.

De Peurifoy se decía que era un procónsul y que como tal hablaba con fuerza en nombre de Washington, al extremo de somatar mesas y escritorios. Esa época fue así, no solo en Guatemala sino también en otros países latinoamericanos.

Las cosas principian a cambiar con la llegada a la presidencia de EEUU de Jimmy Carter, quien promovía respeto a los principios democráticos.  Al menos en Guatemala no volvió a hablarse de intervencionismo, aunque siempre se sabía en círculos políticos que el embajador de ese país era –y es– el más poderoso de cuantos visitan el Palacio Nacional.

El 23 de marzo de 1982 se produjo un golpe de estado contra el general Romeo Lucas García, en medio de denuncias de fraude electoral y serios señalamientos por violaciones a los derechos humanos.  No hay indicios históricos de que haya intervenido Estados Unidos, aunque se sabía que hubo cierto grado de beneplácito ante el cambio.

El 8 de agosto de 1983 se produce otro golpe de Estado y los propios militares retiran al general Efraín Ríos Montt por su fanatismo religioso y las violaciones de derechos humanos.  Al parecer, también hubo beneplácito de Washington. Las aguas diplomáticas ni siquiera se alteraron

Luego vino una larga lista de embajadores que mantuvieron buenas relaciones con los gobiernos civiles: Alberto Martínez Piedra y John Michel no tuvieron roces con Vinicio Cerezo; Thomas Stroock vio la caída de Serrano, pero no intervino en los acontecimientos que siguieron a su intento de golpe; Marilyn McAffe fue cercana a Ramiro de León; lo que supe de Donald Planty es que se llevó bien con Arzú; Prudence Bushnell se dejó engañar un tiempo por Alfonso Portillo, hasta que se dio cuenta de la clase de político que es y se apartó.  Su sucesor, John Hamilton mantuvo prudente distancia con él pues ya tenía conocimiento de sus actos de corrupción.

James Derham y Oscar Berger parecieron simpatizar; Steven McFarlan mantuvo un adecuado nivel de relaciones con Álvaro Colom; Arnold Chacón vio los acontecimientos que provocaron la caída de Otto Pérez, pero no intervino; Todd Robinson promovió la lucha anticorrupción en el país, lo que finalmente provocó que algunos sectores lo calificaran de intervencionista, mientras que otros le agradecían.

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Todos importantes y poderosos.  Finalmente, Luis Arreaga pasa sin pena ni gloria y ahora está William Popp, el motivo de la explosión del presidente Giammattei, quien le aseguró a dos periodistas estadounidenses que “junto con líderes indígenas” pretende “derrocar” a su gobierno.

Hasta se podría decir que es un absurdo, porque los golpes de estado no se planifican con sectores sociales, sino con militares, pero en fin, supongo que Giammattei cree que el embajador Popp está fomentando una revolución en el país.  Lo que sí es cierto, es que es evidente que el distanciamiento con Washington es el más grave desde 1954.

Es posible que estas frases del presidente sean solo un higadazo, producto del malestar por la postura del departamento de Estado, que volvió a rechazar a la fiscal general Consuelo Porras tras su reelección.  Lo malo, es que ese tipo de expresiones no hacen más que causar resquemor a dos importantes actores, uno nacional y el otro internacional.

El gobierno no gana nada haciendo un pulso con la Casa Blanca.  Además, la vinculación de líderes indígenas con un intento golpista, así como el trato peyorativo a sus planteamientos, no hace más que aumentar el distanciamiento que se ha venido dando entre ese importante sector poblacional y el mandatario, a quien señalan de racista.

Desafortunadas declaraciones las del presidente.  No hay indicios de que en la embajada de La Reforma se trame su caída.  Es claro, eso sí, que no gusta en Washington –y a muchísimos aquí– la forma en que se apaña la corrupción, se ha borrado la independencia de poderes y la alianza oficialista subyuga a la justicia.  Falsa alarma que a pocos engaña y trae consecuencias.

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