En 2025, declarado por la ONU como el Año Internacional de las Cooperativas, hemos tenido la oportunidad de hablar del cooperativismo no solo como modelo económico, sino como ética social. (Publirreportaje)
Por: Wilson Delgado Stubbs
Coordinador de Fondos de Cooperación Internacional, FEDECOVERA, R.L.
La tierra aún estaba húmeda por la lluvia de la madrugada cuando Rosa Col Pacay ajustó su chal y caminó hacia la sede de su cooperativa, en las montañas de Cobán. Aquel martes de enero, no solo llevaba papeles bajo el brazo: llevaba consigo la voluntad de más de doscientas mujeres que, como ella, decidieron no esperar a ser incluidas, sino organizarse.
El aire olía a leña recién encendida y cardamomo. Cuando crucé la puerta, Rosa ya había reunido al equipo. Me invitaron a sentarme, pero no venía a observar: venía a aprender.
Así ha sido este último año para mí: escuchar más que hablar, caminar más que proyectar, sostener el lápiz después de mirar los ojos de quienes están sosteniendo al país desde abajo. Desde que me integré a FEDECOVERA, he comprendido que cooperar no es un trámite, ni un privilegio, ni un eslogan. Es un acto de convicción compartida.
En 2025, declarado por la ONU como el Año Internacional de las Cooperativas, hemos tenido la oportunidad de hablar del cooperativismo no solo como modelo económico, sino como ética social. Y sin embargo, creo que aún no hemos hecho suficiente. Porque esta historia —la de Rosa, la de Israel Cú, la de miles de familias— sigue ocurriendo a diario, pero fuera del radar de quienes definen las políticas públicas.

Los datos están. El Grupo Internacional de Investigación Cooperativa (ICRG) publicó a finales del 2024, cifras contundentes: quienes participan en cooperativas en Guatemala ganan más, se educan más, migran menos. Las mujeres cooperativistas tienen un 23 % más de ingresos que sus pares. Los jóvenes, un 24 %. Pero los datos, por sí solos, no transforman. Es la narrativa la que puede hacerlo.
Y en esa narrativa, no podemos dejar fuera que FEDECOVERA es hoy una red viva de más de 35,000 pequeños productores y sus familias, organizados en 42 cooperativas de primer nivel, sostenidos por un equipo de más de 250 profesionales que no solo hacen funcionar una federación: hacen posible una visión de país.
En una de esas cooperativas, recuerdo la voz de un joven compañero técnico que, al terminar una capacitación, me dijo: “Lo que pasa es que aquí nadie viene a imponer. Venimos a vernos de frente”. Me pareció la mejor definición de lo que debe ser la cooperación internacional. Y quizá por eso, quienes nos han acompañado en estos años —amigos más que aliados— siguen creyendo junto a nosotros, no por lo que decimos, sino por lo que hacemos, por cómo nos organizamos, por cómo resistimos sin violencia y avanzamos sin prisa.

La resistencia, en este caso, es silenciosa. Ocurre en los cafetales donde se monitorean plagas con bioinsumos. En las montañas donde se está empezando a implementar más tecnología para garantizar trazabilidad. En los viveros donde mujeres trabajan con principios de biotecnología y agricultura regenerativa. Nada de eso aparece en los titulares, y sin embargo, es ahí donde se está gestando un nuevo país.
Lo confirma también el Mapeo Nacional de la Economía Social y Solidaria (ESS) publicado este año por la Organización Internacional del Trabajo -OIT- en colaboración con el Ministerio de Economía: más de 3,400 organizaciones están activas en Guatemala. No hablamos de caridad ni de asistencialismo. Hablamos de economía real. De propiedad colectiva. De decisión democrática. De sostenibilidad que no depende de modas, sino de raíces.
Y sin embargo, seguimos tropezando con muros antiguos: leyes desactualizadas, financiamiento diseñado para otra lógica, desconocimiento institucional, desdén técnico. A veces pienso que parte del problema es que no hemos contado bien nuestra historia. Que hemos permitido que nos vean como lo alternativo, cuando en realidad somos lo urgente.
Hace unos días releía una frase de Jessica Gordon Nembhard, una de las voces más lúcidas sobre cooperativismo en el mundo. Decía: “Las cooperativas no solo crean empleo, crean comunidad, crean ciudadanía.” Pensé en Rosa, en Israel, en los jóvenes que han decidido quedarse. Pensé en cómo tantas respuestas ya están aquí, solo que aún no las hemos puesto al centro.
Por eso, este no es un artículo conmemorativo. Es una invitación. A quienes toman decisiones, a quienes legislan, a quienes financian, a quienes enseñan, a quienes escriben. Que miren más allá del modelo tradicional. Que recorran estas comunidades. Que escuchen. Que lean lo que ya hemos producido, incluso cuando no llega firmado por un economista de capital.
Guatemala tiene una raíz viva. Se llama organización comunitaria. Y es hora de dejar de verla como el último recurso y empezar a reconocerla como lo que realmente es: el primer pilar.
Hoy, más que nunca, creemos en esa posibilidad. Porque lo hemos visto. Porque lo vivimos. Porque lo acompañamos.
Las cooperativas no son el futuro. Son el presente que necesitamos amplificar.
Y todo empieza, una vez más, desde donde nunca dejamos de estar: la raíz.