ENFOQUE: Lo que nos deja el Mundial: buen fútbol… ¡Y corrupción descarada!


Catar se quiso vender al mundo como un país de maravillas, pero para promoverse recurrió a uno de los males que aquejan al mundo y no justifica ningún fin posible».

Gonzalo Marroquín Godoy

No se han dado detalles puntuales sobre los niveles de audiencia de la Copa del Mundo, pero no me cabe la menor duda de que se alcanzaron niveles muy altos, con cientos de millones –si no miles de millones–, siguiendo por la TV lo que sucedía en Catar, especialmente esa gran final entre Argentina y Francia, calificado como uno de los mejores partidos en la historia de los torneos mundialistas.

El fútbol es el deporte más popular del planeta y el más universal en su práctica.  Eso lo ha convertido en uno de los negocios más gigantescos a nivel global.  La Champions League, la Copa Libertadores, las ligas europeas, algunas latinoamericanas y la MLS, son ejemplo de la danza de millones que generan en su entorno.

Jugadores que valen más que empresas y generan mayores ingresos, son ejemplo de la danza de millones en dólares o euros que vemos en torno a este deporte.  Los derechos televisivos son la mayor fuente de financiamiento para torneos y clubes.  Lamentablemente, como suele suceder cuando hay dinero de por medio, la ambición puede torcer el mejor camino.

Eso ocurrió en 2010, cuando la todopoderosa doña FIFA se disponía a designar las sedes de los torneos mundialistas de 2018 y 2022, las cuáles recayeron en Rusia y Catar, aunque no precisamente por sus bondades como anfitriones.  Cuando el presidente Joseph Blatter ­–ya señalado por falta de transparencia– anunció a los ganadores, la pregunta que saltó de inmediato era: ¿Por qué se le da la sede a un país sin fútbol de nivel, sin la infraestructura necesaria y en el que no se respetan plenamente los derechos humanos en toda su dimensión?

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Blatter empaquetó bien la noticia y destacó que por primera vez la Copa del Mundo va a un país del mundo árabe, como una nota destacada de la integración global que promueve el fútbol.

Pero detrás de aquella decisión había un mar de dudas que, con el tiempo confirmaron que no era el país ideal para realizar un torneo mundialista, pues incluso el clima era un adversario poderoso, pues en las fechas de la Copa del Mundo la temperatura hacía impensable disputar partidos de alta competencia.

Luego se vio que don dinero todo lo puede y hasta las fechas se modificaron.  Claro, por algo habían sobornado a Raymundo y mediomundo, para que no hubiera problemas por esas pequeñeces, que hicieron que finalmente tuviéramos que ver la Copa del Mundo entre noviembre y diciembre y las ligas y jugadores vieran apretados sus calendarios, con una carga inusual de partidos.

Hoy se conocen testimonios de la forma burda en que se repartieron millones de dólares para comprar votos.  El FBI destapó el fondo de corrupción de la FIFA en 2015 el famoso Fifagate, con sobornos a diestra y siniestra. Varios funcionarios del organismo rector del fútbol fueron detenidos en Zúrich y finalmente el jefe de la banda, Blatter, se vio obligado –­al menos­– a renunciar.

Hay declaraciones de una exfuncionaria de la FIFA que explican cómo se compraron votos para Catar en base a sobornos.  Pero también hay una serie documental excelente en Netflix y en HBO, que muestran las interioridades de aquella promoción para entregar a Catar la sede, en base a los millonarios sobornos para dirigentes deportivos de muchas federaciones y confederaciones.

Tampoco extraña lo sucedido con Rusia, un país que, como hemos vivido en carne propia con el tema de las mineras y el propio fútbol, tiene arraigado la compra de voluntades por medio de sobornos.

Es una pena que el deporte más lindo y emocionante del mundo se vea empañado de esta manera.  Ya suficientes controversias se arman después de cada partido por los arbitrajes.  Con razón y sin ella.  Como decían las abuelitas, no solo hay que ser honesto, sino que hay que aparentarlo.

Catar puede pasar a la historia como un campeonato con lindos estadios y eficiencia en organización, pero no ha logrado lavarse la cara con las violaciones a los derechos humanos de los trabajadores extranjeros que participaron en la construcción de infraestructura, como tampoco en el irrespeto a las libertades de las mujeres, entre otras políticas restrictivas de género o preferencia sexual.

La FIFA, como los gobiernos, se debe a las masas –aficionados–, que finalmente son los que terminan pagando todos los lujos, extravagancias y demás de los dirigentes. 

Es curioso.  Un organismo que proclama a los cuatro vientos que debe haber fair play –juego limpio y respeto a las reglas– en el campo de juego, recurre al soborno y corrupción en su política de sedes mundialistas. 

Recordemos que la corrupción es como una cascada.  Si la cabeza es corrupta, el cuerpo sigue el mismo camino.  Si no, recordemos que aquí tuvimos dos casos dentro del Fifagate: los exdirigentes Bryan Jiménez y Héctor Trujillo, ambos condenados por un tribunal de Nueva York.

Ya he escrito antes que los dirigentes deportivos guatemaltecos se parecen mucho a la clase política chapina.  Son como el azadón: todo para adentro.

Ojalá que algo tan lindo como el fútbol se limpie y sus dirigentes –allá y acá– empiecen a servir y no se sigan sirviendo del deporte.