ENFOQUE: Cambiar es más fácil que evolucionar

Gonzalo Marroquín Godoy

 

Conversando con un amigo, cuestionaba mi forma de ver las cosas en Guatemala y lo atribuía a una actitud pesimista. Su punto de vista es que el país está mejor, que hemos cambiado, que las cosas no están tan mal, que vamos para adelante. En el caso de la ciudad capital –que en realidad era el foco de la discusión–, la comparaba con lo que era antes, y hablaba de la modernidad, los grandes edificios y –para decirlo de alguna manera resumida– la decoración de nuestra metrópoli.

Las conversaciones nos llevan a meditar y pueden dejar lecciones, reflexiones o una visión diferente, aunque también pueden servir para reafirmar lo que pensamos, vemos y sentimos.

En lo personal, me gusta analizar Guatemala a partir de 1986, cuando se abre este espacio democrático que lleva poco más de tres décadas. Aquel momento fue un parteaguas en la historia nacional, pues quedaban atrás el concepto autoritario, represivo y militarista, para dar paso a un sistema en el que, teóricamente, la opinión, sentir y pensar, así como las necesidades del pueblo son lo que debe prevalecer.

Podemos conformarnos con el cambio, pero olvidamos

que evolucionar es lo importante.

Y si, veo que Guatemala ha cambiado. Que el proceso que hemos vivido ha provocado cambios, pero no una evolución –que es distinto–. Después de diez gobiernos, incluyendo el de Jimmy Morales, los graves problemas siguen a la vista, porque en esencia no se ha buscado una transformación profunda, real y necesaria.

En aquel momento histórico, cuando Vinicio Cerezo asumía la Presidencia, se trataba de una verdadera evolución. Había una Constitución moderna y una estructura de leyes e instituciones que también eran novedosas para el momento. No era poca cosa, era un primer gran paso. Como hubiera dicho Neil Armstrong, un paso pequeño del hombre, un gran salto para los guatemaltecos. El problema es que luego no se tomó el ritmo de la evolución, sino el de la inercia –que puede provocar cambios que dan sensación de avance–, una inercia que adormece, impide el auténtico desarrollo, pero puede llegar a ser cómoda y hasta productiva para algunos. Y entonces entra el conformismo.

La ciudad capital es un claro ejemplo. ¡Claro que hay cambios!. Recordemos que durante esas tres décadas todos los alcaldes han sido de una misma corriente política, derivada del PAN, de Álvaro Arzú. Y este caudillo político, lleva 18 años en el cargo. ¡Por supuesto que tiene que haber algo de obra!… hay resultados, hay calles bonitas, hay lugares atractivos, ¡solo faltaba que no se hiciera absolutamente nada!.

Y nos conformamos. Como cuando el propio Arzú vendió la telefónica –medio mundo sabe que esa negociación apesta más que una pescadería sucia– pero al final nos conformamos porque al menos ahora hay teléfonos, y por eso, se perdona la corrupción y falta de transparencia.

En la ciudad el transporte público, el tráfico asfixiante, el manejo de la basura, agua escasa y crecimiento desordenado, pueden ser tapados con maquillaje, pero nada apunta a que Guatemala sea la famosa y prometida ciudad del futuro.

No digamos a nivel nacional. Alguien podría decir que el país ha avanzado, y es cierto, pero no ha resuelto sus problemas de fondo. No ha evolucionado. Los niveles de pobreza, la mala educación, el desastre en salud pública, la pobre infraestructura, son solo cartas de presentación que sirven para decir que han producido cambios, pero no se ha alcanzado desarrollo.

¿Pesimismo? Yo lo veo más cercano a un realismo que duele. Pero lo peor, no se hace nada para avanzar y, por el contrario, el riesgo de caer más, retroceder o seguir con cambios de inercia, parecen ser los caminos más probables.

El cambio cuesta, y la evolución más aún. A los políticos no les gusta cambio, muchos empresarios se acomodan a lo que hay, y la sociedad se suma a las corrientes noticiosas, pero no más. Si señalar es ser pesimista… entonces si lo soy.