El tiempo

EDUARDO COFIÑO

Eduardo Cofiño K.


En estos tiempos que vivimos, tan cambiantes, inseguros, tan imprevisibles, es difícil abstraerse de las situaciones exageradas e increíbles que suceden en Guatemala día a día. Suele caer uno en la tentación de escribir sus opiniones al respecto y convertirse en uno más de todos esos formadores de opinión que, además, conocen las materias aludidas a profundidad. Profesionales y sabios nos indican las soluciones infalibles que, por lo visto, seguramente por no seguir al pie de la letra sus indicaciones, no nos han conducido a una paz mundial. No es ese mi caso.

Y pensando en eso estaba (pienso en varias cuestiones al mismo tiempo. ¿No le sucede a usted?), cuando me vino a la cabeza un pensamiento que me iluminó: fue alrededor de los 30 años que me percaté, realmente, del poco tiempo que tenemos para vivir. La vida es realmente corta. La historia del mundo, del universo, se mide en millones de años luz. Somos un chispazo invisible, en la historia universal.

Y, por asociación, pensé que cómo es posible que personas como Alejandro el Grande y algunos otros lograron hazañas irrepetibles y pasaron a la historia, pese a morir tan jóvenes. Pero el que se lleva el premio mayor es Jesucristo. Es indudable que no ha habido otro como él. Murió a los treinta y tres años (después resucitó, según la Biblia) y hoy, más de dos mil años después, sigue cambiando el mundo. Desde mi punto de vista, sin querer causar polémica, no lo ha logrado. Pues, digo, cambiar el mundo hacia uno en el que la convivencia humana fuera ecuánime, pareja.

Seguramente, es parte de la naturaleza humana: unos vivimos del lado de la abundancia y otros se mueren de hambre. Realmente no veo que vivamos en paz y amándonos los unos a los otros. Todo lo contrario.

Pero, más que hablar sobre Jesucristo y, entonces, meterme en terrenos escabrosos, difíciles y hasta peligrosos —a lo macho, muchá, en nombre de la religión se han efectuado invasiones, conquistas y hasta ejecuciones inverosímiles—  más que hablar sobre cómo su nombre ha sido manoseado, utilizado e invocado para que, mediante el lavado de cerebro más sofisticado, el que invoca el amor de Dios, las iglesias se conviertan en las mayores recaudadoras de dinero en efectivo, sin tener que reportar al fisco, mucho menos pagar impuestos. ¡Bienaventurados los predicadores multimillonarios del planeta! Pero más que todo eso, lo que me trae al tema es el tiempo.

Mi padre murió a los treinta y tres años, no hizo mucho, comparado con Jesucristo, por lo menos, más que dejarnos huérfanos y que, debido a su ausencia, mi casa haya sido un hogar disfuncional, obviamente provocado por la ausencia del padre. El tiempo me ha dado la oportunidad de entender por qué en mi juventud, esa libertad absoluta que te da el no tener padre, más el beneficio de una cómoda posición económica, me llevaron al mundo de las drogas y el alcohol, un mundo que solo lleva a la destrucción, la cárcel, el hospital y la muerte. De todo eso, milagrosamente, un Poder Superior (¡Dios mismo!, ¿quién mas?), me sacó de ese mundo obscuro y tenebroso, en contra de mi voluntad y a pesar de mi completa falta de lucha. Hace ya más de treinta años… algún día les contaré al detalle.

Ala, muchá, no logro llegar a donde quería, en esta diatriba literaria, diarrea verbal, excremento intelectual, fruto de mi propia manera tan dialéctica de pensar.

Y sí, me llegó el tiempo de regresar a las aulas de estudio, casi cuarenta años después de graduarme de ingeniero químico, convertirme en ingeniero cómico y, finalmente, regresar a estudiante imberbe, en la Universidad Galileo, a estudiar una Maestría en Administración del Recurso Humano.

El propio Rector, el insigne, genial e incansable Eduardo Suger Cofiño (y sí, si tengo cuello con él, de plano) sugirió que me metiera a algo relacionado con los números, con las matemáticas, la física, la química, mientras yo buscaba estudiar lo que fuera más fácil, una especie de calentamiento previo, solo para probar si todavía habían neuronas útiles, en algún lugar de mi cerebro.

Y con mi esposa, Guiselle, casi de la mano, con lonchera nueva, laptop y uniforme colegial —juntos, mi amor, hasta que la muerte nos separe— emprendimos el camino del estudio. Cosas raras veréis, mi querido Sancho.

Transcurridos los primeros tanes y decepciones, sobre todo con el uso de la computadora, ahora ya vamos encaminados y a punto de iniciar el último trimestre, del primer año. Si Dios quiere, uno nunca sabe cuales son sus designios, el año entrante me graduaré de Maestro. Aunque ustedes saben que muchos de mis amigos siempre me han saludado así: Qué hubo, maestro. Hasta maése le dicen a uno, los amigotes.

El tiempo vuela y los conocimientos adquiridos, en mi experimento universitario, acrecientan la comprensión, ínfima, por cierto, que yo tenía del potencial humano. Cómo hemos llegado a comprender, estructurar y proceder en la ejecución de los sistemas productivos de toda índole, para que las personas, no solamente se vuelvan mas eficientes, sino que cumplan con sus metas personales. El siglo XXI, el siglo de las comunicaciones, los viajes espaciales, los autos autónomos, la realidad virtual y la degradación ambiental, tendrá como centro el llamado capital humano. Llegamos a sofisticar los sistemas de reclutamiento, capacitación, motivación y seguimiento, a tal grado y tan avanzado, que hasta miedo da.

Y como todo en la vida, el ying y el yang, también tiene su lado obscuro.  Ahora queremos que todos desarrollen aptitudes, actitudes, conocimientos y experiencias para llegar a ser exitosos. Entendiendo por éxito la acumulación de bienes, prestigio, reconocimiento y liderazgo. Entonces me pregunto: Cuando todos seamos líderes ¿quién va a hacer el trabajo pesado?

Todos seremos zombies, felices, eso sí.

Mientras tanto, entre tarea, presentación, documental, examen parcial, trabajo en grupo e individual,  seguiré tratando de comprender  y memorizar los sistemas administrativos integrales, las competencias necesarias para el buen desempeño de un puesto de trabajo, los riesgos laborales, la organización y desarrollo profesional, las leyes laborales y la economía y finanzas, tan necesarias para que seamos más eficientes y, en este camino que llevamos, pese a las enseñanzas del verdadero Maestro (¿Buda?), destruyamos nuestro hábitat a la mayor brevedad posible.

De a huevo, estudiar nuevamente. Pese a la falta de tiempo.