El mundo cambia, pero nuestra ‘vieja política’… ¡No!

El siglo XXI ha sido un tiempo de grandes avances tecnológicos, ha traído el golpe de una pandemia y muchos cambios. En Guatemala, solo hay cambios para que nada cambie…

Gonzalo Marroquín Godoy

En el ocaso del siglo XX, visionarios de la tecnología como Amazon, Google, Apple y otros gigantes, se anticiparon a la era de los cambios y su apuesta les ha dado grandes réditos.  Ya en la era de la explosión informática –que vivimos desde hace dos décadas–, han surgido otros monstruos como Airbnb, Facebook, YouTube, y un montón más que están en vías de expansión.

Lo único que no se detiene es el cambio, aunque muchas veces el ser humanos se muestra contrario, se enroca como medida de protección, y prefiere lo viejo conocido antes que lo nuevo por conocer.

Hace ya un par de años nos llega esta pandemia por el coronavirus (covid-19) que, al parecer, no solo pone a prueba la resiliencia de la humanidad para enfrentar la enfermedad, sino también nos somete a pruebas que necesariamente provocarán cambios en nuestra forma de vida como la conocemos hoy en día.

Cuando la pandemia sea superada –qué no será fácil–, veremos cambios en nuestra forma de trabajar, estilo de vida, en la forma de comprar y vender, estudiar, informarnos, comunicarnos y hacer turismo, para solo mencionar algunos de los puntos más sensibles entre los muchos que irán evolucionando y cambiando en el futuro inmediato.

Entiendo que no es sencillo ser un visionario.  Eso se trae, aunque en el camino se puede fortalecer con capacitación y experiencia.  Algunas empresas lo comprenden, algunos gremios buscan esa visión necesaria, y algunas personas –emprendedoras– lo ponen en práctica.  Es claro que la mayoría entendemos que hay que promover cambios, pero no todos están dispuestos a correr riesgos y salir de su zona de confort.

Si llevamos esa necesidad de cambio a la vida política, nos encontraremos con que estamos muy retrasados, que hemos creado un sistema de partidos que ni siquiera está a la altura de una democracia bananera del siglo XX, no digamos una democracia que debe responder a esos grandes retos que vienen con el siglo XXI. 

Por eso seguimos con resultados que solo se comparan con países como Haití, Honduras y Nicaragua.

La vieja política nos asfixia.  Nuestra sociedad, pasiva y tolerante ante la clase política, permite que los gobernantes de turno hagan y deshagan a su sabor y antojo.  Aquí se perpetúa ante nuestros ojos la sumisa Corte Suprema de Justicia (CSJ), se evidencia que la corrupción y la impunidad campean, que las instituciones no responden a los intereses nacionales, sino a los intereses particulares del poder inmoral.

De hecho, estamos metidos en un laberinto que no tiene salida, un laberinto que, si queremos salir de él, debemos hacer, forzosamente, una puerta de escape.

Nuestras máximas autoridades –gubernativas, municipales, del sector justicia y electorales– no dan ni la menor muestra de querer cambiar. 

Aceptaría una apuesta de quien crea –por ejemplo– que este año tendremos una elección transparente y enfocada a buscar a los mejores para los cargos de fiscal general, contralor general de cuentas o procurador de los Derechos Humanos, porque yo estoy convencido de que en cada una de esas elecciones habrá mano de mono del poder dominante, de esa famosa alianza oficialista de la que tanto hemos dicho en el 2021.

Recuerdo promesas de cada campaña desde la de 1985, hasta la última.  Todos los ganadores han prometido el oro y el moro, prometen todo aquello que saben es anhelo de la población.  Al llegar al poder –nacional o municipal– se olvidan de lo ofrecido a cambio de votos y empiezan a actuar con los lineamientos de la vieja política, esa que han mamado de sus antecesores y de los partidos-cascarón, que no son más que vehículos electoreros sin ideología ni principios.

Así de corta es la visión y larga la ambición de los politiqueros.  Un poco de pan hoy, pero hambre para mañana.  Cada cuatro años llegan con engaños.

Hay grupos o sectores que aceptan –y hasta les gusta– que se mantenga el status quo, pero es por conveniencia o por falta de visión, porque lo mejor para un país –y sus habitantes– es que haya avance, que la libertad y el respeto imperen, que se promueva el desarrollo y así haya crecimiento social y económico.

Mientras los magistrados –léase CC, CSJ y TSE– y otras autoridades –fiscal general, diputados y demás– sigan siendo simples títeres comprometidos, mientras la ciudadanía siga pasiva, no tendremos la Guatemala con la que muchos soñamos y seguirá imperando la vieja política… esa que tanto daño hace.