ENFOQUE
¿Quién querrá ser un juez justo e independiente, en un país donde una sola persona es capaz de ordenar al MP y la CSJ que acosen hasta defenestrar a quienes cumplen con la ley?
Gonzalo Marroquín Godoy
Hace unos quince años se advirtió por primera vez que Guatemala se encontraba entre los países más vulnerables al cambio climático. Desde entonces nos ha pasado de todo: tormentas tropicales; huracanes; sequías con hambruna incluida; y hasta explosiones volcánicas; todo, con un saldo de muerte, destrucción y desasosiego.
Eso en el campo ambiental. Nos hemos vuelto resilientes y vemos esos fenómenos como algo natural y pasajero, máxime cuando no nos afectan de manera directa. Sabemos que viene la tormenta, nos pasa y vemos a la distancia los daños causados. En el mejor de los casos lamentamos lo sucedido y si el sufrimiento de la gente nos toca el corazón ayudamos a los damnificados. Y a esperar el siguiente fenómeno natural.
Algo parecido –o peor– nos sucede con la situación política. Vemos formarse los huracanes y comprobamos la destrucción que causan. No es poca cosa, pero por ahora, creemos que el daño es solo para otros, pues quizás no nos toca directamente. Son tantas las tormentas que se levantan, que nos hemos vuelto resilientes, pero con el mismo defecto: aceptamos lo que viene como algo natural e ignoramos estar ante la destrucción de las instituciones democráticas.
Cerca de 22 operadores de justicia han tenido que salir al exilio por el acoso al que les somete el propio sistema al que sirvieron, aún con riesgo de sus propias vidas. La lista es muy grande, sin olvidar que hay algunos que no lograron salir a tiempo y tienen que enfrentar acusaciones y cárcel, sin garantías de tener un juicio justo.
El común denominador de estos perseguidos es que se atrevieron a ser parte de una lucha que los enfrentaba contra un poderoso monstruo de mil cabezas que, para sobrevivir, necesita de un marco de protección garantizada que impida que esas cabezas caigan una a una. El monstruo es la corrupción y el marco protector la impunidad.
En la era de los gobiernos militares –entre 1970 y 1984–, hubo corrupción, pero la impunidad apuntaba más a esconder las violaciones a los derechos humanos que se cometían, aunque hoy se quieran negar o tapar como cuando se tapa el sol con un dedo.
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He sostenido en foros internacionales que uno de los defectos de la prensa guatemalteca en general –con sus honrosas excepciones–, fue silenciar en esa época las atrocidades que se cometían contra la población civil, porque ese silencio permitió que se dieran con mayor libertad y, por lo tanto, con mayor continuidad.
Si durante los gobiernos militares se promovía impunidad en materia de derechos humanos, ahora vemos que es peor, porque la impunidad abarca tanto estos, los derechos humanos, como la corrupción. Así hemos visto que jueces y fiscales que llevan casos sensibles sobre cualquiera de estos delitos, se ven pronto en la mira de ese sistema de justicia que ha sido cooptado por la alianza oficialista, esa que gusta de navegar con bandera de soberanía, transparencia y Estado de Derecho.
Desde la primera vez que pude ver en acción al juez Miguel Ángel Gálvez, explicando los razonamientos de sus resoluciones, le he visto como un juzgador comprometido con la aplicación de la justicia en apego a la ley y con absoluta independencia, aún sabiendo que los casos que lleva son extremadamente delicados y sujetos a reacciones de los implicados.
Es vergonzoso que tanto el MP como la CSJ bailen al son que toca la Fundaterror de Ricardo Méndez Ruíz, quien dicho sea de paso se ha convertido en el director de una orquesta represiva, pues es él quien inicia los movimientos para que las instituciones mencionadas accionen y respondan sin miramientos a sus reclamos y denuncias.
El prevaricato del que Méndez Ruíz acusa al juez Gálvez no existe, más sí es evidente en varios casos en los que él y otros protagonistas de la alianza oficialista, solicitan y obtienen resoluciones absolutamente ilegales, como pueden ser los múltiples casos en que se plantean denuncias penales contra periodistas y medios, obviando el mecanismo constitucional y legal que existe OBLIGATORIAMENTE para procesar los delitos de emisión del pensamiento.
El prevaricato existe cuando un juez dicta una resolución a sabiendas de que es ilegal. No es, por tanto, el caso del juez Gálvez, pero si de muchos jueces y magistrados oficialistas que se niegan a respetar el mecanismo que la propia Constitución manda en el caso de los periodistas.
Volviendo al juez Gálvez, se trata de una persona impoluta, con una trayectoria intachable, que ha arriesgado su vida aplicando la justicia desde los años 80. Como él mismo dice: en los años 80 se asesinaba (a los jueces), ahora se les expulsa al exilio o se les captura.
Usar al sistema de justicia para perseguir y reprimir a opositores es propio de dictaduras –igual lo hace Daniel Ortega–. No dejemos que en Guatemala siga sucediendo. Recordemos que hoy pueden ser unos los afectados, pero cuando la justicia falla todos sufrimos por ello… tarde o temprano.