EDUARDO COFIÑO K.: Thor Janson

No se si Thor se identifica con el personaje de la narración que me envió o si simplemente me la envía para que yo–y ustedes, escasos lectores–encuentren entre las frases y oraciones de la misma, las lecciones subliminales que yo he creído encontrar…

Yo se las copio porque me ha provocado pensamientos recurrentes, por mas de una semana, desde que la recibí.

Y porque Thor, mi inquilino permanente en el Gringo Perdido (vive allá cuando no anda viajando por el mundo, precisamente como Juanito Semilla), merece todo mi respeto y aprecio. Aquí les va, sin mas ni mas.

Juanito Semilla de Manzana

Por Thor Janson

Esta es la historia acerca de un personaje semi-mítico que recorrió los EstadosUnidos de frontera a frontera. Un hombre que llegó a 
ser conocido como Juanito Semilla de Manzana (Johnny Appleseed). El no caminó por allí sembrando semillas de manzana como loco, sin tener una intención, un objetivo, porque muy frecuentemente regresaba de sus plantaciones años después para recoger las semillas que podría vender a las familias de colonos, usando el dinero ganado para la protección de animales.

Según las palabras del propio Juanito, nació en Boston, Massachusetts en 1775, como Jonathan Chapman. Llegó al territorio de Ohio, desde Pennsylvania, en 1801. Los Colonos lo observaban llevando semillas a lomo de las bestias y sembrándolas en las orillas del los riachuelos. Sus apariciones debieron ser motivo de mucha curiosidad a donde quiera que él fuera. Las más de las veces rechazaba la ropa usada que la gente le ofrecía, vistiendo una simple túnica de arpillera confeccionada de un viejo saco de café, sobre el cual opinaba que “era el más útil manto y suficientemente bueno para las necesidades del hombre”.

Juanito fue descrito como un torcido hombrecillo, lleno de incansable actividad; con largo cabello negro, una escasa barba que nunca se afeitaba, y agudos ojos negros que chispeaban con un peculiar brillo. Generalmente, aún en el frío invierno, iba descalzo. Su gusto por las gorras era único. De pronto llevaba de sombrero la misma olla que usaba para cocinar su mosh. También usó una gorra hecha con cartón y una visera muy grande, la cual, ciertamente, Juanito usaba en los frecuentes juegos de pelota en los pueblos. Su bate de beisbol, tallado en madera de manzano, también le servía como bastón para sus caminatas.

No hace muchos años se hablaba de este extrañamente ataviado hombrecito de suaves modales en cada cabaña desde el río Ohio a los lagos del norte, hasta más al oeste en las planicies que ahora se conocen como el Estado de Indiana. Y se dice que aún los indios, que estaban guerreando contra los blancos en ese tiempo, lo trataban con gran amabilidad y respeto, considerándolo un sabio curandero, sobre todo porque estaban impresionados con su voluntaria pobreza y gran resistencia al frío y al dolor.

También se decía que Juanito tenía un agudo sentido del humor, que solía usar en ocasiones. Una vez, de vuelta a Mansfield, se acercó a un servicio religioso al aire libre con un ministro que predicaba fuego y azufre. El predicador daba especial atención a la renuncia de los pecados de extravagancia e indulgencia en tan innecesarias vanidades como comprar té —ya que todos podían sembrarlo y cosecharlo— y usar vestidos de telas finas de algodón. El sermón puntualizaba en intervalos cuando el ministro miraba hacia la concurrencia y preguntaba: “Dónde está ese hombre que, como los primitivos cristianos, viaja descalzo al cielo, cubierto con ordinarias prendas?”. Finalmente, cuando esas interrogantes continuaron más allá de la duración razonable, Juanito, cuya ambición era emular a Juan el Bautista, se paró frente al tronco donde estaba sentado, colocó uno de sus desnudos pies sobre el trozo que servía de púlpito y apuntando a su vestimenta de saco de café, dijo calmadamente: “¡Aquí está su primitivo cristiano!”. El bien vestido misionero se quedó mudo, y luego tartamudeando disolvió a la congregación. Juanito seguía parado a su lado, mirándose más como el primitivo cristiano que el predicador trataba vanamente de imitar.

Cuando Juanito Semilla de Manzana hacía sus rondas plantando árboles, era siempre bienvenido a quedarse en la cabaña de casi todos los colonizadores de la foresta. Después de cenar, Juanito se tendía sobre el piso de tierra y preguntaba a sus anfitriones si les gustaría escuchar “algunas noticias muy frescas venidas del paraíso”. Entonces les leería a los iletrados colonos hasta muy tarde en la noche, tomando sin duda la ventaja de su posición para exponer cuán grande era el pecado de ocasionar sufrimiento a cualquier criatura. Una dama que lo conoció en sus últimos años, describe una de sus sesiones de lectura como sigue: “Lo podemos escuchar hoy como lo hicimos aquel día de verano cuando estaba tejiendo en el piso de arriba y él leía tendido cerca de la puerta. Su voz se elevaba denunciatoria, excitada, fuerte como el rugido del viento y de las olas, para luego continuar suave y delicada como los aires que estremecían las hojas de las campanillas —que abren sus pétalos al sol de la mañana— sobre su gris barba. La suya era una extraña elocuencia a veces, pero era sin duda un hombre de genio”.

Juanito continuó su campaña de plantar árboles de manzano hasta que murió en una remota cabaña de la vecindad de Fort Wayne a la edad de 72 años. Para entonces su labor había dado frutos a lo largo de ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de territorio, e inspirado a discípulos que llevaron de la misma manera semillas de manzana a Washington, Oregon y California del norte.