«Esa guerra fue inútil, no tenía que existir entre dos países hermanos», afirma el sargento Cruz Alberto Arita, un veterano del ejército de Honduras, sobre los momentos que vivió en el frente antes de la caída de Ocotepeque, ocupada por el ejército de El Salvador hace 50 años.
En la entrada sur de esa ciudad, Arita, de 75 años, muestra el fronterizo cerro Peña Quemada, donde el 14 de julio de 1969 comenzó la guerra de las Cien Horas, que dejó entre 4 mil y 6 mil muertos entre civiles y militares.
Las tensiones venían aumentando desde abril de 1969 por la expulsión de miles de salvadoreños que se habían instalado en Honduras a trabajar tierras, en medio del reclamo de una reforma agraria por parte de campesinos hondureños.
La confrontación armada coincidió con encuentros de las selecciones de ambos países para el Mundial México-70, por lo que la prensa la bautizó como la «Guerra del Fútbol».
Con una ametralladora Maxim, un «morterito» 60mm y fusiles Mauser, el sargento Arita recuerda que los hondureños se apostaron justo frente a la posición que tenía el ejército salvadoreño en las alturas de la Peña de Cayaguanca, donde había instalado un «infernal» mortero obús 105mm, que con cada disparo «estremecía los cerros».
La guerra «me ha marcado, desde entonces ya no quedé en paz, sueño con mis compañeros», cuenta Arita, integrante del Comando 12 de veteranos que lleva el nombre del sargento Eleuterio Banegas Zavala, su camarada que murió al negarse a entregar su arma.
Rodeada de montañas, con una topografía que la convierte en una plaza indefendible, Ocotepeque cayó en poder del ejército salvadoreño la noche del 15 de julio, cuando este asaltó y quemó el cuartel del Tercer Batallón de Infantería de Honduras.
La localidad permaneció ocupada desde julio hasta el retiro del ejército salvadoreño el 3 de agosto de 1969, cuando el gobernador militar, el coronel Ramón Navas, la entregó a la Organización de Estados Americanos (OEA).
Para el sargento retirado Bernabé Villeda, de 69 años, la gran baja que dejó la guerra fue «haber enemistado a dos pueblos» junto a «las pérdidas humanas que no se recuperan nunca».
Éxodo, destrucción y escasez
El conflicto armado provocó el éxodo de civiles, la pérdida de cultivos, la ruptura del Mercado Común Centroamericano y separó familias que, dependiendo de la nacionalidad del padre o la madre, quedaron de un lado u otro de la frontera.
«Es una historia muy triste, para nosotros fue doloroso», comenta Marta Julia García, de 70 años, quien recuerda cómo le tocó huir de la comunidad Pie del Cerro con sus cinco hijos hasta la distante ciudad de Santa Rosa de Copán.
El único saldo que dejó la guerra, según García, fue «destrucción, muerte, fracaso y pobreza terrible».
El alcalde de Nueva Ocotepeque, Israel Aguilar, de 54 años, rememora que con su familia sufrió el impacto de la guerra, soportando hambre al huir de la ciudad por caminos sinuosos para salvaguardar sus vidas.
«Se perdió demasiado, este pueblo de Ocotepeque sufrió una tragedia tan grande que quedamos totalmente en ruinas», dice Aguilar.
Los cultivos de maíz y frijol se perdieron, no había ganado, la ciudad se quedó sin alimentos y, por el miedo prevaleciente, muchos de sus habitantes nunca regresaron, cuenta.
Heridas de la guerra
El conflicto dejó marcado al sargento Víctor Manuel Toledo, que cuenta cómo fue alcanzado por el bombardeo de un avión que los avistó cerca del lugar conocido como El Pedregal.
El avión «nos agarró a suelo limpio, salimos varios heridos, a mí me alcanzaron fragmentos de una granada en una pierna, quedé lisiado», lamenta Toledo.
Muchos de los soldados que murieron en esa guerra fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de Ocotepeque.
Para recordar la memoria de sus militares caídos en la batalla de 1969, en el denominado Centro Histórico El Ticante de Ocotepeque, el ejército de Honduras levantó un monumento que muestra en un pedestal a un soldado empuñando un fusil.
En una placa se lee «Homenaje a los héroes militares y civiles que en julio de 1969 ofrendaron su vida defendiendo la integridad del patrio suelo y la pureza de nuestro pabellón».
Otro de los monumentos dedicado a los caídos está ubicado en El Portillo, donde batallones hondureños emboscaron a tropas salvadoreñas en la batalla de «San Rafael de Las Mataras».
Como testigo de aquel combate, en una placa figuran los nombres de 17 efectivos, entre ellos siete miembros de la Guardia de Honor Presidencial de Tegucigalpa que llegaron a contener el avance salvadoreño.