Barack Obama y Shigeaki Mori, dos celestes imperios y dos piélagos sangrientos

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 Mario Alberto Carrera


Faltaban sólo unos meses para que yo viera la tenebrosa luz del mundo: como hielo de fuego o mudo alarido de Munch y de Quevedo.

Nací en octubre, dos meses después del estallido bestial. La tierra quedó muda de espanto. Los Estados Unidos habían consumado el hecho más macabro de todos los tiempos: las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki del año 1945, primer año de mi vida y de todos los jinetes del Apocalipsis. Ni siquiera hubo un lapso para decir ¡ay!, porque hasta lo más profundo de la lengua había sido calcinado en más de 200 mil almas. Un poder sobre otro, dos imperios en debate mitológico. Frente a frente Eros y Thánatos.

Las cámaras del planeta concentradas en un solo punto para producir múltiples puntos de vista como en una novela polifónica: ¿Quién comenzó el juego satánico?, ¿dio principio aquello en Pearl Harbor?, ¿fue aquel puerto maldito el sitio de donde el terror debía partir para expandirse como la lección más cruel que pudiera dictarse? Funesta cátedra de fuego.

Las cámaras del planeta —y los morones que escriben en sus muros de las redes toda clase de sandeces inconexas— se concentran —este mayo— sobre Hiroshima sin saber a quién culpar porque todo lo ignoran. No son los actuales medios de comunicación social lo más parecido a Quilón, Misón y Solón. Nadie —o muy pocos en cada país— tienen un enfoque historicista y crítico de la Historia para juzgar más o menos acertadamente sobre el pasado universal. Y por eso la historia se repite una y mil veces, sin que el hombre registre en su memoria los errores tropezados una y mil veces también, como la roca de Sísifo una y mil veces recogida y vuelta trepar sobre la cima.

Lo que ha dicho Obama no es lo que ha debido decir. Lamentable el lugar común de: hace 71 años la muerte cayó del cielo. Hasta el menos iluminado poeta de Chiquimula pudo haber dicho algo más original y conmovedor y menos obvio: porque del cielo cae toda muerte que proviene de  bombas aéreas desde que se inventó el avión.

¡Disculpas!, no. De rodillas debió haber pedido perdón al minúsculo Shigeaki Mori que, ante tanta estatura oscura y delgada del emperador americano, no encontró otra salida que la de apoyar su aboyada cabeza sobre el pecho de Obama, flaco como su sinceridad, en una acto que quería parecer generoso gesto de guerrero vencedor. Guerra donde no hubo vencimiento.

Las cámaras del planeta se posaron sobre las dos mustias figuras de la Historia y, en medio de los dos, la escultura de una moralina y una judería —que nos cansa ya por desgastada— se posó; como el ave proterva de Edgar allan Poe y dijo —otra vez— ¡nunca jamás!

Es posible que Shigeaki Mori sí haya escuchado el volar sigiloso y omnisciente del cuervo que, parado sobre la testa de Pallas Athena, trató de enviar y lanzar una lección de historia moral sobre la cabeza del mundo. Sí, Shigeaki, sí. Y con él, el otro anciano: Sunao Tsuboi. Porque ambos recibieron —sobre sus rostros de laca y de seda— el escupitajo más cruel y devorador de la madre de todas las guerras: la II Guerra Mundial. Cuando se escribió la hoja más funesta del tiempo humano, donde se redactó el documento más horrísono y más ensordecedor de todas las efemérides. Sólo comparable al Aullido acusador de Allen Ginseberg quien, unos años después, y ya en plana era beatnik, escribió el más brillante poema acusatorio para los Estados Unidos, escrito por un hijo de los Estados Unidos de América. Ginsber y Kerouac —su contemporáneo— sí que son historiadores y genealogistas de las leyes humanas y divinas —si existen— y no esos que egresan bombásticos de Harvard, como Barack y Michelle, que tienen el alma blanca y a lo mejor hasta judía.

Las cámaras del mundo amarillistas se enfocan sobre escenas fotografiadas de aquel terremoto; y la gente frente a las pantallas estúpidas de la televisión que ofrecen carne fresca o carne vieja de hace setenta años, más barata  que la libra que alguna vez negoció Sheilok, desde Venecia, se conmueve por breves segundos. El tiempo en televisión es carísimo y, como es oro, no se puede desperdiciar —sino por breves segundos— para soltar solamente una furtiva lágrima. Hay que pasar al corte comercial y después viene lo de los Rabée y después y después… E Hiroshima se quedó para dentro de otras siete décadas. Setenta veces siete.

La Historia es propiedad de quien manda escribirla. Lo que leemos en los libro que la recogen es el punto de vista de la clase dominante o del imperial país que la redacte. Así, caemos en un solipsismo que puede darnos vértigo. Porque al final, ni la verdad ni la realidad existen.

Muy pocas veces la Historia ha sido escrita con el juicio criticista de Hegel o de Marx: dos extremos de una verdad que se complementa en la dialéctica. Y es que, en todo caso, sólo el vértice de la dialéctica puede llevarnos a una lección ética compartida en la que todos aprendamos de todos.

Barack Obama abraza a Shigeaki Mori. El escenario es el gran teatro del mundo calderoniano, en una ciudad del Japón que ya no es ni heroico ni galante, sino de toyotas y de plástico.

Por un segundo el tiempo debió haber quedado inmóvil, inerme, silente. El minúsculo viejecito recuesta su testa sobre el pecho presidencial. Y todo ha terminado. ¡Estamos listos para la III Guerra Mundial!, ¡sí!, ¡la de botones…!

 

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