“…por un lado quienes dicen irresponsablemente que es el momento de la revolución total y por el otro, quienes diseminan el miedo para que no haya cambios…” |
José Alfredo Calderón
Historiador y analista político
He venido diciendo en la saga sobre la campaña política anticipada, que uno de los factores de esta, lo constituye la porosidad y la debilidad prematura del gobierno de Giammattei, lo cual, no tiene parangón en la historia política de Guatemala. Los desgastes gubernamentales críticos tienden a surgir de la mitad del período en adelante, pero basta ver la cantidad de funcionarios que solo han durado unos meses o incluso días en su gestión, antes de cumplir el primer año de gobierno, para darse cuenta de la debacle de un gobernante que tardó seis campañas para hacer el papelón que hoy constatamos.
Los historiadores solemos tomar distancia de los hechos en tiempo y espacio para tener una mejor mirada crítica, pero el remolino de acontecimientos en este bello paisaje obliga a montarse en el “alfaque” político y, desde allí, hacer una aproximación para interpretar la realidad. Para el efecto, utilizaré una medida de análisis: las llamadas Plazas, aunque la mayoría de las personas se refieran a una.
Recuerdo con claridad meridiana cómo la convocatoria de #RenunciaYa en 2015, surge de un vasto sector de las capas medias, sin ejercicio político alguno[i] y conectadas en forma no orgánica con las élites no tradicionales[ii], las mismas que en 1993 negociaron la crisis provocada por el Serranazo y que terminó con una reforma constitucional acorde a los intereses empresariales. Se depuró el Congreso, llegó Ramiro De León Carpio como fusible de recambio para la presidencia y todo siguió igual. No necesitaron de movilización social amplia y visible. ¡Gatopardismo puro!
Cuando #RenunciaYa muta a JusticiaYa, logró integrar a muchos jóvenes y a amplios sectores más, lo cual se convirtió en un movimiento de masas que, poco a poco, fue ganando autonomía y, con ello, menos apoyo de las élites y del ojo siempre avizor de la Embajada.
Por cierto, igual que en 2015, en 2020 surge de nuevo la petición de llevar camisas blancas y banderas nacionales a las movilizaciones[iii], insumo básico para el rito de cantar el himno nacional como si fuéramos una sola y armoniosa nación, características propias de las capas medias que pronto sacan el nacionalismo, los símbolos patrios y la lucha contra la corrupción como causa y no efecto. Respecto de esto último, el enfoque sobre la corrupción resulta vital, pues si se ve como causa a combatir, se hace desde la moralidad y, en consecuencia, basta con depurar y cambiar personas sin tocar el sistema, lo cual sabemos cómo termina. Si la corrupción se ve como efecto de la impunidad y del sistema desigual, esto nos conduce, irremediablemente, a la necesidad de reforma profunda del sistema político-electoral y el cuestionamiento del modelo económico y, por tanto, es la vía más peligrosa a los ojos de las élites dominantes. Por eso se promueve el primer enfoque pues no conduce a cambios estructurales.
Quienes venimos haciendo una detenida observación sobre las movilizaciones, advertimos en la segunda Plaza, la de 2017, que el grado de autonomía (relativa por supuesto) fue creciendo con respecto de la primera y el grado de auto convocatoria de la gente se dio más rápido. Si bien la vestimenta blanca devino en cuestión sin importancia, las banderas habían llegado para quedarse y darle ese “sabor” nacionalista a las marchas. A pesar de lo multitudinarias que fueron las marchas de 2017, recibieron menos cobertura de los medios de comunicación y la mano que mece la cuna las dejó languidecer poco a poco.
Desde el 2015 surge el pequeño pero gran distractor: las odiosas y bulliciosas vuvuzelas. El objetivo encubierto de las mismas es dificultar el discurso político e impedir incluso, el uso de la palabra en las plataformas, elemento clave para que los colectivos se organicen en torno a un programa político mínimo. La bulla sustituye cualquier iniciativa de darle coherencia a las movilizaciones. Ahora sabemos que, sin proyecto y programa, las manifestaciones dependen de las emociones y, como tales, su existencia es efímera.
En décadas, Guatemala ya no había conocido concentraciones tan multitudinarias. Los tres picos de las Plazas: sábado 16 de mayo y jueves 27 de agosto de 2015 (paro nacional) así como el miércoles 20 de septiembre de 2017, demostraron que sin el control del statu quo, las marchas pueden salirse del cauce, y no lo digo en términos de violencia, sino en términos de los alcances que persiguen.
En el análisis frío posterior a las dos Plazas, salieron a luz algunas intimidades que delataban esa manito invisible que a veces empuja y otras, retiene. Un embajador sui géneris, instrucciones en inglés y una toda poderosa CICIG, apoyada por un sector de las élites hasta que esas mismas fueron sentadas en el banquillo de los acusados, presentaron un escenario que pronto cambió radicalmente, gracias a los denodados esfuerzos del mal recordado Jimmy Morales y a su cohorte de funcionarios. Después de 2017 el escenario fue muy diferente y el despertar ciudadano parecía una quimera. El respetable cotarro no se inmutaba con nada, hasta que surgió el tema de un presupuesto inflado cuya motivación no escondía las aviesas intenciones de mayor enriquecimiento ilícito por parte de una clase política desbocada, sin control de sus amos iniciales, quienes las crearon y financiaron.
Como cualquier cosa es posible, siempre y cuando no se atente contra el sistema en su base económica, parte de las élites y las capas medias –su caja de resonancia– aprovecharon la ira popular en contra de los políticos para generar otra movilización, pues la autonomía y avaricia de estos gánsteres ha llegado a competir con sus intereses. Por supuesto que las razones elitarias no tienen que ver con la injusticia, la desigualdad, la desnutrición, la extrema pobreza o cualquier razón estructural, sino con un presupuesto inflado que aterrizaría en nuevos impuestos y por desavenencias en los negocios y el ejercicio de poder, lo cual resulta afectando su dominación de clase.
Sin embargo, el desarrollo social se rige por leyes que muchas veces se presentan como contradictorias y el devenir no resulta lineal. Como algunos nos hemos esforzado en explicar, no importa quién convoque, la ciudadanía está en desventaja en este proceso de cooptación total del Estado y cualquier resquicio que brinde el sistema, puede y debe ser utilizado. La tercera Plaza, que es la que estamos presenciando hoy, tiene diferencias con respecto a las dos primeras, sin que por ello trasgreda el marco hacia una lucha antisistema. La auto convocatoria y la autonomía social es cada vez más fuerte y la manipulación colectiva continúa, pero cada vez es más difícil engañar a todos, todo el tiempo. Aunque no con la celeridad y amplitud que se quisiera, la ciudadanía va entendiendo cuatro cosas fundamentales:
- Los sectores democráticos no cuentan con el grado de organización y fuerza para promover un cambio radical, en su sentido original, desde la raíz. Por eso devienen fantasiosos esos cantos de sirena sobre la posibilidad quimérica de un nuevo Estado en el corto plazo.
- Tampoco se cuenta con un proyecto y programa político ni liderazgos nacionales que canalicen la efervescencia social, razón por la cual la agenda de cambio debe ser simple, inmediata, realista y viable. Justicia independiente, democracia participativa real y lucha sin cuartel contra la corrupción y la impunidad, es una buena trilogía capaz de suscitar amplios consensos sin grandes luchas ideológicas internas que lo entorpezcan y cuyo impulso no se vería mal por parte de Estados Unidos.
- La correlación de fuerzas es totalmente desproporcionada a favor de la alianza criminal que ha conformado la clase política, con el apoyo de muchos empresarios, militares, fundamentalistas religiosos y una burocracia de servidumbre con niveles de corrupción estratosféricos. En consecuencia, derrotar este engendro descomunal, presupone inteligencia, creatividad y una afinada estrategia de corto, mediano y largo plazo.
- Con menos claridad, pero paulatinamente, se va entendiendo que la llamada clase política es un enemigo de primera línea pero totalmente fungible, pues los verdaderos responsables de la actual situación del país son sus élites económicas más conservadoras. En consecuencia, depurar funcionarios y políticos solo cambia el nombre de unos hampones por otros.
Finalizo alertando sobre personajes y grupos, que ya sea desde la ingenuidad, el oportunismo o la perversión, generan un escenario maniqueo: por un lado, quienes dicen irresponsablemente que es el momento de la revolución total y por el otro, quienes diseminan el miedo para que no haya cambios (anticomunismo visceral) o que sean los mínimos para que la tibieza propia de la corrección política se imponga, haciéndole el juego a la alianza criminal.
Otra alerta, quizá más importante, es que esta coyuntura es diferente; peligrosamente diferente. Tienen miedo y por eso desataron todos los demonios.
[i] Hay quienes se dicen apolíticos, pero eso es imposible en esencia. Ya lo dijo Aristóteles hace un buen tiempo: el hombre es político por naturaleza.
[ii] Ya he explicado en varias oportunidades como las élites no son una sola. Se identifican al menos tres segmentos: el capital oligárquico o tradicional, el capital trasnacional o propiamente burgués (en el sentido científico del término) y el capital emergente. Todos ellos, atravesados ahora por el poder del crimen organizado. La Plaza 2015 estaba vinculada (al igual que en 1993) a las élites trasnacionales, aunque no de forma orgánica. En esa oportunidad, Dionisio Gutiérrez y Juan Luis Bosch manipularon a la Asamblea de Sectores Civiles, con los resultados ya conocidos.
[iii] Aunque esta vez no tuvo mayor importancia ni discusión como en 2015.