Gonzalo Marroquín Godoy
Hace casi 8 años que la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG) inició sus labores en Guatemala, producto de un acuerdo entre las Naciones Unidas (ONU) y el Estado de Guatemala, representado en aquel momento por el Gobierno del presidente Óscar Berger. La impunidad, en términos generales, era ya agobiante, y la debilidad del sistema de justicia más que evidente para la mayoría de guatemaltecos.
La llegada de la CICIG no fue fácil, en buena medida porque encontró la oposición de un sector que consideraba que se estaba entregando la soberanía nacional, lo que no resulta preciso, ya que la soberanía, finalmente, reside en el pueblo que la delega en sus instituciones democráticas y, en este caso, el tratado fue planteado por un Gobierno elegido popularmente y ratificado por el Congreso de la República. Además, era claro en aquel entonces –y sigue siendo válido hoy– que el país necesitabs de la ayuda de la comunidad internacional para luchar contra la marcada impunidad y podredumbre del sector justicia. No faltará quién califique esta opinión de entreguista, pero la verdad es que tenemos que reconocer que todo lo que está sucediendo con el destape de la corrupción no sería posible sin la presencia de la Comisión.
Pero, finalmente hoy en día, después de estar en la picota muchas veces, la CICIG es reconocida casi por todos como un organismo que juega un papel vital para nuestra democracia, aunque no hay que olvidar que es una ayuda y no la solución definitiva, porque esa, no me cabe duda, deberemos encontrarla los propios guatemaltecos.
En estos días, por todos los escándalos que ha descubierto, la CICIG goza de buena reputación y se ha convertido en clave para el fortalecimiento de la democracia. Sin embargo, no siempre fue así, porque antes ha enfrentado críticas de numerosos detractores, algunas de las cuales fueron alimentadas, en su inicio, por la personalidad del primer comisionado –nombrado por el secretario general de la ONU–, el fiscal español Carlos Castresana Fernández (2007-2010).
He tenido la oportunidad de conocer personalmente a los tres comisionados que han estado al frente de la CICIG. Los tres han sido destacados fiscales en sus respectivos países, pero con personalidades distintas y logros diferentes. Primero Castresana, luego el costarricense Francisco Dall’Anese (2010-2013), ahora el colombiano Iván Velásquez. Los tres con cartas de presentación impresionantes, por la labor cumplida en sus países.
Castresana, más impulsivo y buen comunicador, tuvo en sus manos casos sonados como el de Rosemberg –que terminó siendo una braza caliente que le quemó las manos–, Pavón, el saqueo de fondos del Ejército por parte de Alfonso Portillo y una estructura de militares, el de los diputados del Parlacen, y el del alcalde de Antigua, Adolfo Vivar.
Pero igual o más importante que los casos, fueron las intervenciones del comisionado para advertir a los guatemaltecos sobre lo fallido del sistema de justicia. Esa voz de alarma tuvo un valor muy grande para nosotros. Me parece que su exagerado protagonismo y un tema de relaciones personales fueron los que forzaron su salida. Con él, por cierto, hablamos en su oportunidad sobre la forma en que se ventilan públicamente los casos judiciales en el país.
Dall’Anesse, por su parte, llegó más cauto. No tuvo casos tan sonados, pero mostró que la CICIG estaba llegando a su edad madura. Decidió trabajar más de la mano con el MP, al que comenzó a trasladarle la experiencia y capacidad de investigación. Con ambos conversé en algunas ocasiones, y no me cabe duda de que los dos dieron su mejor esfuerzo, con los errores humanos que cualquiera podría tener, pero con el mejor deseo de aportar a nuestro país.
Finalmente llega Iván Velásquez. Si me preguntan, tiene cualidades mezcladas de sus dos antecesores. Tiene determinación –no por nada enfrentó casos delicados contra paramilitares y congresistas colombianos–, tiene la capacidad de comunicar como Castresana, pero el modo más analítico y tranquilo de Dall’Anese. Dosifica sus presentaciones públicas y ha sabido trabajar con el MP. Ha sido más efectivo en casos que sus dos antecesores.
Además –hay que reconocerlo–, acertó a tocar la tecla más sensible de nuestros males: la clase política corrupta. El tratado de la CICIG establece que debe investigar estructuras, y él ha descubierto posiblemente la más grande y peligrosa, porque al hacer colapsar con corrupción las instituciones del Estado –Ejecutivo, Legislativo, Judicial y corporaciones municipales–, lo que han hecho, es llevarnos al caos que vivimos, en el que la pobreza, falta de oportunidades y atenciones básicas a la población son el vergonzoso pan nuestro de todos los días.
Esta estructura de la clase política es la que ha abierto, además, las puertas para el narcotráfico, contrabando y crimen organizado.
Tres comisionados, tres etapas diferentes, pero un mismo fin: combatir la impunidad y fortalecer nuestra democracia.
No examinamos en su individualidad cada uno de los hechos, lo que consideramos es que hay un entramado de corrupción que es necesario desvelar; y en esa medida, de manera conjunta con el Ministerio Público, podemos contribuir al fortalecimiento institucional.