Wiener Melange

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Luis Fernando Cáceres Lima


Los vieneses incorporaron a su cultura el arte de tomar el café y lo elevaron a una forma de vivir.

La leyenda dice que el origen de los Wiener Kaffeehaus –literalmente casa de café de Viena–  radica en unos sacos con granos que abandonaron los Turcos al fracasar el asedio a la ciudad Imperial en 1683. Sin embargo, la realidad es que la existencia de estos espacios gloriosos, se la debemos al ingenio de un armenio llamado Spion Deodato. De la entidad del genio que se le ocurrió mezclar el líquido oscuro con leche y azúcar, todavía no se sabe nada. Lo cierto del caso es que hay pocas experiencias más enriquecedoras para el espíritu, que la que supone tomar un tradicional Wiener Melange en alguno de los ancestrales locales de la capital austríaca.

Acá uno puede, con propiedad, hablar de experiencia porque todo lo que usted vive al cruzar el umbral de alguno de estos espacios, está muy bien logrado. Al entrar usted se sentará en un sillón muy cómodo y recibirá de un mesero, que viste más elegante que cualquiera de los clientes, un menú con una gran variedad de opciones. Usted ordenará su bebida y el tiempo parará. En un Kaffehaus, los altivos pero sumamente educados camareros, jamás se atreverán a molestarlo o tratar de apurar su visita. El café vienes está curado para disfrutarse lentamente.

Mis favoritos son Café Central, Café Museum y Café Mozart. En cualquiera de ellos podrá disfrutar un auténtico Melange: preaprado con alguna variedad de grano suave, como el de moca, preferiblemente torrefacto. El sabor achocolatado de esta variedad, es causante de que a menudo se confunda el Wiener Melange con el café con chocolate, que en Viena recibe el nombre de Franziskaner. En las cafeterías típicas de la capital austriaca, el Melange se suele servir en una pequeña bandeja metálica individual junto a un vaso de agua del grifo.

En Viena el café siempre ha estado unido al arte y a lo intelectual. En el Museum todavía hay regularmente lecturas de libros guiadas por escritores locales, y así, es fácil imaginar como un joven Sigmund Freud, que fue habitual del Landtmann, conoció a Anna von Lieben, su famosa paciente Cäcilie M, en un Wiener Kaffeehaus.

Los platos dulces son un encanto especial de cada cafetería. Casi siempre son de elaboración propia y, a menudo, según una receta del establecimiento muy bien guardada: el pastel Sperltorte del Café Sperl es una absoluta delicia, al igual que la tarta casera del Kaffee Alt Wien. El Café Korb, famoso por mantener aún su mobiliario original al estilo de los años 50, sirve los mejores Apfelstrudel (rollos de manzana) de la ciudad. En cambio, el Café Hawelka, con un mobiliario de estilo modernista difícil de abarcar con la vista entre tanto brillo, solo ofrece su especialidad recién horneada, los populares panecillos rellenos con mermelada de ciruela, a las ocho de la noche; poco después solo quedan las migas.

En el Café Museum hay a su disposición 20 formas  distintas de tomar café, desde los indispensables: Cappuccino, Latte y Melange, hasta el rotundo Turco.

Si alguna vez se encuentra en Viena, asegúrese ir a la calle Operngasse y ordene un Maria Theresia (con licor de naranja), un Mozart (con trozos de almendra), o un Franz Landtmann (con brandy y canela). Y si llega de tarde, por favor pruebe el Sobiesky, que se sirve con vodka y miel. Sin importar cuál escoja, le aseguro que serán seis euros muy bien gastados.

Hace mucho, mucho tiempo que no visito Austria, pero el haber pasado tanto tiempo allá y, más aún, el haberlo hecho en la etapa final de la niñez, justo al principio de la adolescencia, hace que las memorias creadas allá, las añore con gran intensidad. Apenas puedo esperar la próxima vez que pueda llamar al mesero diciendo “Herr Ober” anticipando, con gran emoción, la llegada de estos maestros servidores y la subsecuente taza del mejor café que Europa tiene para ofrecer.

Los vieneses incorporaron a su cultura el arte de tomar el café y lo elevaron a una forma de vivir.