Editorial
¿Qué tipo de democracia queremos los guatemaltecos? La Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP) fue aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente en 1985, producto de una transición entre el militarismo y los deseados Gobiernos civiles, una etapa en la que la sociedad tenía poco poder –o ninguno– para influir en la toma de decisiones del país.
Cualquier apertura que se lograra era suficiente para superar ese período de oscurantismo y autoritarismo que era ya repudiado. Por eso, la Ley no parecía mala y era suficiente para iniciar el nuevo proceso democrático, que arrancó con gran optimismo en 1986.
Han transcurrido tres décadas desde su aprobación. Han sido 30 años en los que hemos tenido siete Gobiernos electos popularmente, incluyendo dos Gobiernos transitorios, surgidos por el colapso de otros tantos gobernantes. Hemos visto nacer y morir a numerosos partidos políticos, contando tres que ganaron las elecciones presidenciales. Es difícil encontrar alguna organización política que pueda ser considerada una institución con arraigo popular auténtico.
Aquella Ley que fue buena para el inicio de la nueva democracia, comenzó a dar muestras de agotamiento hace años. Se habló –tímidamente– sobre la necesidad de reformarla y se le introdujeron cambios superficiales, siempre propuestos, discutidos y aprobados por la misma clase política que se estaba creando en su entorno. Los cambios, entonces, no estaban encaminados a promover una democracia más transparente y participativa.
Las evidencias de que el sistema se agotaba se fueron haciendo cada vez más claras y elocuentes. El país no avanza más que por inercia propia, mientras que la clase política aprendió a controlar el poder, un poder que creció en la misma medida en que se hacía también más corrupto.
Así llegamos a este momento y a la crisis que, si bien ya existía y se venía arrastrando, se destapó en abril pasado con todos los escándalos de corrupción que provocaron, finalmente, un despertar ciudadano de repudio hacia los gobernantes, pero también en contra de esa clase política que se sirve de los cargos públicos, en vez de servirle al país desde ellos. Esa misma clase que, además, construyó todo un andamiaje de impunidad.
La caída de un segundo Gobierno en este período –Serrano en 1993 y Otto Pérez este año–, sumada a la galopante corrupción y al poco avance que el país muestra en aspectos socioeconómicos, han agotado la paciencia ciudadana. Existía prisa por lograr reformas, derivado de la posibilidad de aplicar algunas en el pasado proceso electoral. Esto no se logró. Lo que cabe ahora es no precipitarse, no correr y hacer bien las cosas.
El TSE, con buena voluntad, envió un proyecto de reformas al Congreso, pero las mismas eran más producto de la coyuntura, que de la búsqueda de una solución de fondo. Si a ello se suman los cambios introducidos por los diputados, el resultado es un verdadero mamarracho de ley.
El tiempo ya no apremia, la necesidad de hacer bien los cambios, sí. Hay que recordar que el Congreso es producto de la misma clase política que ha creado este caos. Entonces, las soluciones deben venir desde afuera.
Por eso, insistimos desde hace algún tiempo en la necesidad de que se integre un comité de expertos -patrocinado por alguna institución independiente– que redacte una nueva ley que sea sometida para su aprobación al Congreso. El acompañamiento de la sociedad civil es importante para evitar otra burla de los diputados.
Las reformas políticas, tras períodos de transición, son necesarias. Chile lo hizo de esta manera y los resultados han sido positivos. Guatemala puede tomar este ejemplo y avanzar.
¡No a una reforma que no quiere reformar nada! ¡No a que los políticos dispongan los cambios! ¡Sí a un movimiento ciudadano fuerte y decidido a lograr mejoras!