Editorial
El agotamiento de nuestro sistema de partidos políticos a lo largo de tres décadas, provocado por la corrupción y la impunidad, nos lleva este fin de semana al final del primer capítulo de un proceso electoral atípico, marcado por la peor crisis política que ha enfrentado nuestra democracia en este período.
Si bien es cierto que las papeletas electorales presentarán 14 opciones distintas –a nivel presidencial–, se percibe un sentimiento bastante generalizado entre la ciudadanía, en el sentido de que hacen falta opciones que respondan al manifiesto interés de llevar al Gobierno a una nueva clase política.
Cabe recordar que cuando el Tribunal Supremo Electoral (TSE) convocó a Elecciones Generales el pasado 2 de mayo, había dos ingredientes que han resultado determinantes en el transcurso de la campaña: el gigantesco destape de los actos de corrupción en el Gobierno y la clase política –caso la Línea–, y el abuso de varios partidos políticos con la llamada campaña anticipada, que favoreció en exceso las posibilidades de algunos contendientes, mientras que colocaba en desventaja a la mayoría.
El TSE intentó controlar esta irregularidad, pero finalmente el daño se había dado. El esfuerzo tuvo buenas intensiones, pero no el alcance suficiente. Mientras esa situación se desarrollaba y debatía, los escándalos por corrupción terminaron por abarcar a otros partidos además del oficial (PP), dejando al desnudo que la corrupción se ha convertido en una práctica común entre la mayoría de quienes se dedican a la política en el país.
Esa crisis que llevó a manifestar a cerca de 200.000 ciudadanos en todo el país hace una semana, ha estado concentrada en el Gobierno, pero se ha proyectado hacia la clase política, tomando en cuenta que la corrupción descubierta ha sido un vicio que ha venido creciendo con cada Gobierno, que abarca, además, a casi todas las administraciones municipales.
En términos generales, las elecciones suelen ser la solución para cualquier crisis política o, al menos, una especie de válvula de escape. En el caso que nos ocupa, el problema es que hay un sentimiento de frustración, porque no pareciera que entre los principales aspirantes pueda haber alguien que le dé al país un auténtico cambio de dirección.
Ya era común escuchar la frase vamos a votar por el menos malo, algo que ha marcado algunas de las últimas elecciones. Ese era ya un síntoma de ese cáncer que corroe a los partidos políticos. La encrucijada sobre por quién votar es mayor ahora, porque hay más conciencia de que la causa de casi todos los problemas que arrastra el país se deriva precisamente del fracaso del sistema de partidos políticos.
Después de una oscura campaña electoral, se ha podido comprobar que la mayoría de los candidatos –por no decir todos– no tuvieron la capacidad de leer adecuadamente ese sentir ciudadano. No hubo cambio en los mensajes, ofreciendo lo mismo de siempre, haciendo las cosas igual que antes, esperando la respuesta de siempre de parte del pueblo.
En el lado ciudadano ya hay un cambio, de eso no cabe duda; como tampoco cabe esperar la solución en las urnas, lamentablemente. Lo que sí es importante, es que todos estemos aprendiendo de cada lección; porque lo que sí es cierto, es que la historia no termina con la elección, apenas empieza a construirse a partir de entonces la posibilidad de modificar el rumbo que lleva el país.
El voto es la forma de corregir en una democracia funcional. Nosotros podemos, más o menos, castigar un poco a los políticos corruptos. Esta crisis demanda que se piense y analice mejor cada voto, que se castigue a los corruptos, a quienes quieren perpetuarse en los cargos y, en definitiva, que nos sirva de lección para prepararnos para batallas más determinantes.
Lo más destacado dentro de este proceso electoral ha sido el claro mensaje que el movimiento ciudadano ha enviado a la clase política: ¡basta ya! de corruptos y ladrones. Hay que llegar a servir al paí…, no a servirse de él. Esto es válido para las autoridades que resulten electas el domingo.