GERARDO GUINEA DIEZ
Francisco Alejandro Méndez
famendez@cronica.com.gt
Llegamos a Playa del Carmen luego de un largo periplo de doce horas de vuelo. La escala en el Distrito Federal duró cinco. Me acompañaba el Gordo Paredes. Era mi primer viaje de periodismo cultural. Después de seis años de cubrir la sección de nota roja, por fin, mi jefe, Iván García Vallejo, consintió ante el director que me convirtiera en reportero de la sección de cultura del periódico. Hacía dos meses que había abandonado la vorágine diaria para redactar notas sobre crímenes atroces, donde la violencia no tenía nada de conceptual y sí mucho de calamidad pública. Huelga decir que a excepción de Nina Mendieta, nadie en la mesa de redacción se percató de mi cambio hasta el día que la comidilla fue mi viaje al Riviera Maya Film Festival como enviado especial.
Nos alojamos a eso de las ocho de la noche en un hotel de cinco estrellas. Antes de pasar a recepción, nos acreditamos con el encargado de prensa. Cruzamos un breve saludo con Paula Chaurand, directora del festival, una mujer de ojos claros y pelo rubio, elegantemente rizado. Varios periodistas la rodearon. Habló de grandes producciones de cine contemporáneo. Antes de despedirse informó de sesenta y siete títulos, donde destacaban algunos mitos que a nosotros nos interesaba conocer de cerca.
Lo primero que hizo el Gordo Paredes al entrar a la habitación fue tirarse sobre las camas para cerciorarse si eran auténticas. Luego, sacó de la maleta una botella de whisky. Buscó dos vasos en el minibar y sirvió generosamente dos tragos. Salú, mi hermanito, exclamó. Le sobrevino una indefinible excitación, posiblemente ligada con un tardío ajuste de cuentas con la vida. Jamás había ingresado a un aposento tan lujoso, donde cientos de huéspedes, la mayoría en short, deambulaba en infinidad de salones o simplemente descansaba en cómodos sofás, mientras algunos meseros servían en copas elegantes jugos de tomate, toronja o vodka Stolichnaya. En cualquier caso, lo frecuente en su vida fueron los hoteluchos pequeños, con un vestíbulo oscuro y ruinoso, donde el dueño, apostado tras el mostrador, se aburría por la certeza de que siempre se hospedarían en ese lugar, los miserables de siempre, los que no pueden pagar más que un cuarto con una pequeña cama y un baño apestoso.
Mientras observaba su estupor ante la opulencia del lugar, el rumor de la playa que se extiende frente al hotel, me hizo recordar que la perfección es algo impensable para personas como nosotros.
Con Paredes éramos amigos desde el bachillerato. Juntos ingresamos a la universidad y nos graduamos al mismo tiempo en Humanidades. Hizo de la docencia, en la misma y ruinosa facultad, el apéndice de su mundo. En veinte años había publicado tres novelas y diez libros de poesía. Leía para huir del destino sórdido al que parecía abocada su vida. Ama la literatura de Harry Crews, un freak, como él supone ser también. Es lector frecuente de Thomas Pynchon, Daniel Sada, la generación beat, y ahora anda entusiasmado con un joven cuentista de apellido Gálvez Suárez. Desea vivir al borde del abismo, nomás que nunca se percata de que lo suyo es una simulación. Aunque no lo reconozca, su corrosivo humor e ironía esconden una falsía, un aire de pirado, o en todo caso, de santón de pueblo ataviado con un traje miserable y una Biblia bajo el brazo que deambula por un pueblo olvidado, salvando almas del pecado, aunque en su caso, para salvar lectores de los libros de superación personal o de los novelas pulcramente escritas, generalmente amparadas por algún premio importante, impuestas por el monopolio español de la edición.
Tiene una pinta entre terrible y agradable, como si viviera entre desbarajuste tras desbarajuste. Aunque sus valoraciones estéticas y literarias no sean siempre fiables, casi nunca se aleja mucho de la verdad. Suele repetir que vivimos en el fast food novelero, idea prestada de Juan Goytisolo, según confesó un día, medio borracho, en un restaurante de chinos en la Avenida Bolívar.
Antes de servir el segundo trago, dijo de buenas a primeras, con la misma voz nasal: Las palabras ordenan realidades. Dan idea de que formamos parte de algo y nos revelan que la vida es una circunstancia inacabable. Inmunizan contra el síndrome de «exceso de normalidad». Son sentimientos y cóleras.
Ideas traídas a colación por alguna de sus viejas artimañas argumentales. De paso, la referencia al exceso de normalidad fue como si hablara frente a una comitiva y no conmigo.
EL vino malo recuerda a la lengua
la rigurosidad de la locura,
o pensar en el cisne
salvado del diluvio, la pasión
por las distancias entre
la hora y su hora…
Juan Gelman