Todos tenemos a lo lejos otro mundo mucho más grande que nos invita a ser libres.

GUSTAVO LEIVAGustavo Leiva


 

A finales del año pasado, con el apoyo de la casa editorial F&G, se publicó el libro Servir a la Vida, del doctor Rodolfo Paiz Andrade y la colaboración de Gustavo Leiva.

Como muchos de los temas de este libro son de importancia nacional y mundial, tomé la decisión de escribir una serie de artículos alrededor de este tema para los lectores de Crónica.

La imagen central del libro gira alrededor de esta historia: en una isla remota vivía, desde hace mucho tiempo, una comunidad que, en días claros, podía ver que a lo lejos existía otro mundo, otro lugar mucho más grande que su pequeña isla, que parecía una prisión. También, de vez en cuando, se acercaban a esta isla personas del otro lado del mundo que les ofrecían enseñarles a nadar o a velear, para pasar al otro lado. Siempre ocurría lo mismo.

Al principio la gente de la isla se encantaba. Convocaban a todos y, en grupo, tomaban la decisión de partir hacia el mundo nuevo. El día de la salida, cada uno de estos isleños llevaba sobre sus espaldas un enorme bulto lleno de repollos. El bulto pesaba más de una tonelada. Cuando los visitantes les advirtieron que no podrían nadar ni navegar con semejante cargamento, ellos se molestaron y dijeron no se irían, porque los repollos les garantizarían sobrevivir una vez estuvieran en tierras desconocidas. Así que, gracias, pero no, será en otra ocasión.

Por supuesto que el libro se hace interesante siempre que sus lectores hagan esfuerzos extraordinarios por situarse en la historia, y preguntarse: ¿en qué lado del mundo estoy? ¿Soy acaso uno de esos isleños? Si la repuesta, después de una buena reflexión, es un sí, la otra pregunta obligada es: ¿a qué equivale esa tonelada de repollos que llevo sobre las espaldas? Y más: ¿por qué no puedo dejar mis repollos y tratar de aprender a cruzar las grandes aguas?

Si uno se pone en el papel del isleño, hay algo que no se puede negar: todos tenemos a lo lejos otro mundo mucho más grande que nos invita a ser libres.

Es obvio que la isla, los isleños y los personajes que se ofrecen enseñarles a nadar o a velear son, en realidad, ficticios. El libro Servir a la Vida los usa para reflexionar sobre lo único que sí es cierto y que es verdadero: la tonelada de repollos sobre nuestras espaldas. ¿Cuáles son mis repollos y por qué pesan una tonelada? ¿Por qué no puedo pensar que exista otra vida sin ellos? Aun si cruzara las grandes aguas con mis repollos, ¿de qué serviría llegar al otro continente si seguiría viviendo de mis repollos?

En el libro se encuentra la respuesta que, según el autor, da Ilya Prigogine:

Ilya Prigogine recibió el Premio Nobel de Química en año de 1977 por su trabajo innovador alrededor de lo que son estructuras disipativas. Siguiendo la imagen de la isla de los repollos, Prigogine es a quien debemos agradecerle haber tomado la decisión trascendental de aprender a nadar sin llevar los repollos a cuestas. Todos los repollos que nos daban la seguridad de estar viviendo en un mundo estable, en equilibrio, que era predecible y que era controlable, de pronto pierden su sentido. Prigogine demostró que las moléculas que componen la materia del universo, en lugar de ser objetos inertes y controlables, son capaces de cohesionarse, de verse como sistemas y de actuar como un todo creando su propio tiempo, siempre y cuando no estén en reposo, siempre y cuando estén más allá de un estado de equilibrio —ver página 71—.

Este tema necesita horas y días de reflexión profunda. El libro de Fito puede ser una gran ayuda para encontrar esta respuesta que es fundamental si queremos sobrevivir a las exigencias del siglo XXI.

Por el momento, y para animar a los lectores de Crónica a ir a la librería y comprar el libro, quiero adelantarles este secreto que, ojalá, les revele todo su valor cuando estén necesitados de dar el salto cuántico y salir, cada uno, de nuestras islas y del cargamento de repollos que nos mantienen presos.

Existen dos realidades que se convierten en nuestra mente en una sola: la realidad que es estable y predecible, la que está en equilibrio y puedo controlar –que son mis repollos–, y la otra, la realidad que es impredecible, la que no puedo ver y que no puedo controlar porque emerge a cada momento desde mi entorno, que nada tiene que ver con mis repollos y que me invita a vivir en libertad.