Marta Altolaguirre L.
Es indiscutible el impacto de las relaciones entre Guatemala y, en general, toda Centro América con los Estados Unidos. Ciertamente, los países del Istmo tenemos mucho en común pero también hay diferencias históricas y culturales que deben considerarse.
En cuanto a Guatemala, no debe ignorarse la trágica consecuencia de los 36 años de enfrentamiento armado, con la serie de efectos nefastos para el desarrollo de un país, debido a la extensa temporalidad en la que sufrió la destrucción de vidas y bienes.
Paralelamente, debe considerarse que en aquellas décadas el gasto público se centró en la defensa del Estado, —formalmente democrático— para impedir el establecimiento de otra dictadura, esta vez de corte comunista, más feroz y represiva que las ya vividas, aun cuando los gobernantes de esos años irrespetaban la ley y los derechos del ciudadano común.
El requerimiento de recursos extraordinarios fue ineludible para combatir a la guerrilla, y evitar que por la vía de las armas se anulara la aspiración democrática que ya se generalizaba en el país.
A casi dos décadas de finalizar formalmente el conflicto interno, con la firma de los Acuerdos de Paz, estamos pagando el precio de aquel debilitamiento provocado por las más de tres décadas de enfrentamiento armado, que dejó claramente estancado el proceso evolutivo tanto en el ámbito político como en el económico. Por contraste, los países que no fueron afectados por los intentos violentos hacia la toma del poder lograron avances graduales, unos más y otros menos, dependiendo del acierto o desacierto de los gobernantes que, mediante procesos democráticos, ocuparon el poder.
En Centroamérica, en el marco del Triángulo norte, Guatemala fue la más afectada por los 36 años de conflicto. El Salvador pasó una dura crisis que, sin embargo, se resolvió luego de 12 años de guerra civil. Honduras se libró de esa guerra interna.
Pero el desgaste de tantos años de conflicto, con el predominio de la mediocridad de los gobernantes, ha contribuido al debilitamiento institucional, fomentado el surgimiento y la penetración de la delincuencia organizada, incrementando la inseguridad, los índices de violencia, la pobreza y el deterioro institucional.
Ciertamente, naciones como EE. UU. y las más desarrolladas de la UE no enfrentan situaciones como la nuestra. Sus pueblos no han sufrido el daño de esa violencia ideológica; sus habitantes son más homogéneos, culturalmente hablando, y sus políticas, en general, han sido estables y abiertas al ingreso de personas, capital e inversiones incluyendo la explotación minera y de recursos naturales.
Por su parte, Estados Unidos es la nación más poderosa del mundo y la que tiene el mayor impacto en Centro América tanto por la ubicación geográfica —señalada peyorativamente como su patio trasero— como por la dependencia comercial hacia aquella nación.
Hoy, el denominado Triángulo norte se encuentra en la mira, ya que se identifica como riesgoso para el llamado imperio, ante el marcado descontrol territorial acentuado en este siglo, en cuanto al tráfico de drogas y el tránsito de personas, que vía terrestre se movilizan hacia sus fronteras en busca de oportunidades.
Pero debe quedar claro que tanto el tráfico de drogas y de trabajadores responden a una demanda interna desde aquel país, pero diametralmente distintas en cuanto a los efectos que provocan en aquella nación. Las drogas ocasionan daños en la población consumidora, mientras que las personas trabajadoras contribuyen positivamente a la productividad y al crecimiento económico de aquella nación.
Ciertamente los crecientes atentados terroristas de ISIS, —Estado islámico— requieren ampliar su sistema de seguridad y el control al ingreso de extranjeros. Pero deben valorarse con sensatez, las vías que representan mayor riesgo y no centrarse en el tránsito terrestre de centroamericanos, que solo buscan superar sus condiciones de vida ejerciendo un trabajo intenso y eficaz que favorece a los EE. UU.
Por otro lado, e independientemente de la xenofobia del candidato Trump, debieran tranquilizarse, porque la intensificación de vigilancia que ha establecido Mexico en las vías de tránsito por su territorio, ha multiplicado las deportaciones, reduciendo así, el acceso a su frontera sur. No se requiere el muro que ridículamente buscan construir.
Cabe cuestionar si mediante la presión intensa hacia nuestras naciones, se va a erradicar el consumo de drogas en un país que en varios Estados ha regularizado la mariguana, tanto para uso medicinal y aún para consumo social. ¿Será esa la fórmula para reducir el consumo de drogas y desestimular la producción y tráfico hacia aquella nación? ¿Debemos nosotros pagar el precio de ese tránsito con el incremento de la violencia y la muerte?