Nacido bajo el nombre de Félix Rubén García Sarmiento, ese poeta nicaragüense, convertido en universal tras fundar el Modernismo, visibilizó la literatura centroamericana. El 6 de febrero se cumplen 100 años de su deceso. Crónica rinde un homenaje a este gran poeta.
Francisco Alejandro Méndez
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La ciudad nicaragüense de Metapa lo vio nacer el 18 de enero de 1867. Hijo de Manuel García y de Rosa Sarmiento. Apenas a los 30 días de nacido, el matrimonio se trasladó a vivir a la ciudad de León. Durante sus primeros años de vida, los padres del poeta tuvieron muchas desavenencias hasta tal punto que doña Rosa tuvo que huir del hogar debido al problema con la bebida de don Manuel. Ella se marchó hacia Honduras, pero antes tuvieron una segunda hija, que falleció de muy pequeña.
Mientras vivían en León, su madre lo llevó a que viviera con sus tíos. Se trataba de Bernarda Sarmiento y Félix Ramírez. Rubén Darío llegó a identificarse con ellos de tal manera que desde niño utilizó el nombre de Félix Rubén Ramírez.
Vida bohemia
La casa de sus padres adoptivos era un centro de reunión en el que se juntaban intelectuales de esa época. Realizaban constantemente tertulias. El ambiente y los libros de la casa convirtieron al poeta en precoz intelectual, ya que, según varias biografías, aprendió a leer a los tres años de edad y con apenas seis años tuvo sus primeros encuentros con los autores clásicos.
A sus apenas 14 años compuso su primera obra. Sin embargo, también en plena adolescencia comenzó a dar muestras de su capacidad de amar. A esa edad, mientras leía a Víctor Hugo o a Bécquer, se enamoraba de Rosario Emelina Murillo, con quien quería casarse. Tras la insistencia de amigos abandonó la ciudad con la idea de renunciar al amor de la muchacha. Años más tarde publicaría Emelina, la que se conoce como su única novela. Tras visitar Managua y otras ciudades, regresó a León, donde trabajó en la Biblioteca Nacional. Allí volvió a cortejar a Rosario. Durante esa época, en 1884 fue condenado por vagancia a la pena de ocho días de obra social, la cual el poeta logró eludir.
Cosmopolita
Su vida aventurera y sus deseos de escalar socialmente lo motivaron a viajar por varios países. Estuvo en El Salvador y Chile. En ambos países trabó amistad con los respectivos presidentes. En El Salvador, el poeta Joaquín Méndez le presentó al presidente Zaldívar. En el país sudamericano conoció a Pedro Balmaceda Toro, hijo del mandatario, con quien visitaba los círculos de la alta sociedad. Durante esa época escribió su poemario Abrojos (1987).
Es en 1888, con la publicación de Azul, cuando comenzó a tener fama internacional. El libro marcaría también el inicio del movimiento que Darío fundó, conocido como el Modernismo.
En 1890 se casó con la narradora Rafaela Contreras; sin embargo, fue hasta un año después que se celebró la ceremonia religiosa. Producto de ese amor nació en Costa Rica su hijo Rubén. Ese mismo año estuvo en Guatemala, donde ejerció como director del periódico El correo de la tarde. Allí conoció a Enrique Gómez Carrillo y a Máximo Soto Hall. En este país se editó la segunda edición de su poemario Azul.
En 1892 cumple su sueño de conocer Europa, ya que fue nombrado parte de la delegación de su país para la conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de América. En Madrid conoció a la intelectualidad de esa época, entre ellos José Zorrilla y Marcelino Menéndez Pelayo.
Tras su regreso a América Central, Darío tuvo una mala noticia. Su esposa había fallecido el 29 de enero de 1993. Ese mismo año contrajo matrimonio con Rosario Murillo. Fue un año de viajes a países centroamericanos, estuvo en Nueva York, París y a Buenos Aires, ciudad a la que fue nombrado cónsul honorario.
Otra de las noticias que afectó al poeta fue la muerte de su madre, en 1896. A pesar de que no había convivido mucho con ella, sufrió mucho tras su deceso.
En Argentina publicó Prosas profanas y otros poemas, libro que lo llevó a la confirmación y reconocimiento como uno de los intelectuales más importantes. Tras finalizar como cónsul, Darío viajó a España como corresponsal de La Nación. Durante esa época (1898) escribía reportajes tras la guerra hispano-estadounidense. Entonces conoció a autores que sintieron mucha simpatía por él, como Juan Ramón Jiménez, Ramón del Valle-Inclán y Jacinto Benavente.
En París y demás
Durante algunos años residió en la capital francesa. Allí conoció a la campesina española Francisca Sánchez, con la que tuvo una hija, la que murió de viruela, sin que el poeta la llegara a conocer. Años después nacería otra niña, que falleció al nacer. Solamente un hijo se logró de la pareja. Su nombre era Rubén Darío Sánchez.
En 1910, cuando viajó a México para la conmemoración de su independencia, recibió un revés, ya que Porfirio Díaz se negó a recibirlo. Viajó hacia La Habana y bajo los efectos del alcohol intentó suicidarse. Viajó por varios países latinoamericanos. Escribió sus famosa autobiografía La vida de Darío escrita por él mismo y otro de sus libros clásicos, Historia de mis libros. Estuvo en Europa hasta la Primera Guerra Mundial, cuando regresó al continente americano. Estuvo en Nueva York y en Guatemala, donde fue recibido por Manuel Estrada Cabrera, y finalmente llegó a Nicaragua. El 6 de febrero falleció y fue enterrado en la catedral de León.
Intelectuales opinan
Crónica entrevistó a varios intelectuales nacionales y extranjeros, los que ofrecieron diferentes puntos de vista respecto de la vida y obra de este excepcional escritor.
Se supera a sí mismo
El escritor y periodista costarricense Carlos Cortés expresa de la importancia de la obra de Darío en su experiencia personal: En mi adolescencia intenté leer a Darío pero no descubrí que era un gran poeta hasta que llegué a Lo fatal y Cantos de vida y esperanza. No creo que haya habido otro poeta iberoamericano con un oído semejante. En Marcha triunfal, cuando escribe ¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines (…), las aliteraciones son el latido sensorial de lo que se está diciendo. Es un genio del idioma pero no podemos reducir a Darío a una sonoridad hueca. En mi casa, en ese tiempo, sus versos eran parte de la cultura popular y se repetían como expresiones cotidianas: Juventud, divino tesoro, La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?, Margarita, está linda la mar o un vulgo… municipal y espeso. Mi profesor favorito nos sorprendía recitándonos de memoria Los motivos del lobo. Así que fue parte de mi formación literaria. Sin embargo, aun cuando admito que es un gran estilista e innovador, también como cuentista y cronista, no tiene presencia en mi obra porque yo me formé como lector en la vanguardia, un poco en el tono con que Coronel Urtecho escribe en su Oda a Rubén Darío: … paisano inevitable, te saludo/con mi bombín,/que se comieron los ratones… Mi tradición es la del siglo XX, que desconfía de todo lo que Darío representa, pero Darío se supera a sí mismo y es mucho más que la versificación, la rima, el ritmo y el modernismo que lo encasillan.
Poeta universal
El ganador del Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias Carlos López señala: Rubén Darío nació poeta; fue un iluminado, como Isidore Ducasse, Arthur Rimbaud, Jorge Luis Borges. Con todas las adversidades en contra, Darío no dejó de trabajar en su vocación y se convirtió en un poeta universal. Su realidad personal y el contexto terrible que vivió no lo doblegaron ni al crear su arte. Al abandono filial, la soledad, la muerte, el alcoholismo, la tragedia de varios de sus hijos muertos al poco tiempo de nacer, el poeta opuso poemas festivos, imaginativos, lucífugos. Creó belleza dentro de la crueldad. Vivió para la poesía.
De la sombra a la claridad
La periodista y escritora ganadora del Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias Ana María Rodas asegura como experiencia personal: Era todavía una niña cuando leí por primera vez poemas de Darío. Acababa de pasar por algunos de los autores del 98, que reflejaban en sus páginas el mundo español al final del imperio. Me impresionó una carta de Unamuno a Clarín en la que decía más o menos: Yo, como usted, siento el vacío de aquel tiempo. Y encontrarme de pronto con la lírica exuberante de Darío fue salir de la sombra a la claridad.
Estoy segura de que Darío contribuyó de manera significativa, mediante su literatura, a darle un nuevo sentido a la vida de los pueblos hispanohablantes. Ya no recuerdo si leí primero Prosas profanas o Cantos de vida y esperanza, pero aquel mundo con el ritmo insólito que le daban los versos alejandrinos, plagado de imágenes rescatadas del imaginario clásico, pero vistas con los ojos inesperados, originales, del poeta nicaragüense, estalló sin remedio prestándole nuevos bríos, nuevo sentido, a la palabra.
Sin ataduras
El escritor Javier Payeras indica: Rubén Darío es el primer autor centroamericano que construyó un enlace con el idioma castellano. Su influencia fue definitiva para que la literatura hispanoamericana entrara en el siglo XX. Rompe con los esquemas españoles y se acompaña de la influencia francesa e inglesa, lo que transforma el mapa de lecturas de las generaciones que le continuaron. Como gestor cultural unió varios países, su presencia en Guatemala marcó profundamente a nuestro escritor fundacional: Enrique Gómez Carrillo. Pienso que mi admiración por Darío se enfoca en su propuesta sin ataduras, sin complejos de provincia, totalmente arriesgada y compleja dentro de un idioma que se había quedado congelado desde el Siglo de Oro.
El que siempre estaba antes
Poeta, editor y traductor alemán, Timo Berger narra desde su experiencia como europeo: Como si hubiera sabido de antemano los itinerarios de mi vida, se adelantaría en viajar a los lugares del mundo que muchas décadas iba a visitar yo. Mi primer encuentro con Rubén Darío fue en una lúgubre librería de Madrid perdida por las callejuelas del centro histórico. A mitades de los noventa viaje en compañía de mi padre, ingeniero de la Porsche, que con millas acumuladas me regaló un fin de semana en la capital española. Me estaba iniciando en la lectura del español, cuando compré la edición de Azul de Visor. Un año más tarde, paseando por el Barrio Latino de Paris, leí a Cortázar y me enteré que Darío también había estado allí. En el 1998 me fui de intercambio estudiantil, y de nuevo Darío: unos amigos porteños me señalaron, un hotel venido a menos, en la Avenida de Mayo se alojaba un grande, me decían. Era casi argentino, Darío, aseguraban, porque hablaba con el vos. Dos años más tarde visité un amigo en Mallorca, y en las estanterías de su biblioteca encontré una edición catalana de El oro de Mallorca –el mejor libro sobre la isla, me dijo. Muchos años más tarde, un taxista, al que le pedí que me mostrara lo turístico de Managua, lo primero que hizo fue llevarme a la estatua de Darío al lado del Teatro Rubén Darío en el antiguo centro histórico. Pero no fue allí donde finalmente entendí lo que significaba realmente Rubén Darío– hay pocos países que veneran un poeta tanto como si fuera un héroe nacional (creo que solo en Chile se puede encontrar semejante culto a la palabra en versos que en Nicaragua). Tuve que viajar hasta León, visitar su última casa, ver el lecho, donde un Sergio Ramírez hablaba con esa voz pausada y majestuoso de la muerte del vate. Y casi se podía ver su sombra como una mancha sudada en el colchón. Nunca me sentí tan cerca de Darío, que ya me había acompañado en muchos de mis viajes adelantándose a mis pasos.