PROVOCATIO: Relato de una gestión tormentosa

Me toca mi turno, el chico hace una pausa y siento helarse la sangre en mis venas… No, no puede ser, si yo traigo todo (dígome a mí misma). Me mira a los ojos con cierta picardía y me espeta: “es que su boleta de pago no CONCUERDA (misma con la que quisiera yo colgarlo) con la boleta de la cita” –mutis personal- bling, bling, parpadeo. ¿Qué? ¿Cómo? Le explico que la cita la solicité en enero y que pagué el valor del preciado documento antier, pues uno nunca sabe si en un lapso de 10 meses estará aún vivito y coleando. 

(por Gloria Rossi)

El jueves 6 de octubre, finalmente, llegó el tan ansiado día para renovar mi documento de viaje, mejor conocido como pasaporte, después de 10 meses de espera. Solicité la cita en enero y el “sistema” me asignó para el 6 de octubre, una aberración en cualquier otro país, pero en Miwate ¡todo es posible!

En alguna esquina de mi cabeza me resonaba aquello que nos garantiza la Constitución de la República, que textualmente dice:

ARTICULO 26. Libertad de locomoción. Toda persona tiene libertad de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio nacional y cambiar de domicilio o residencia, sin más limitaciones que las establecidas por ley.

Sí, cómo no… Letra muerta. El mismo Estado nos limita ese derecho pues en todo ese lapso, no pude salir ni entrar del territorio nacional y hago la aclaración que no estoy arraigada, por aquello de las mentes suspicaces de algunos de mis amigos…

Entonces, retomando el hilo, ayer me levanté animosa. Como era un día célebre, decidí arreglarme el pelo, maquillarme, es decir, echar mano de todos los efectos especiales para no salir con cara de tiburón en la foto del documento. Blusita lucidora, aretes chileros.

Dispuesta ya a salir de mi casa con debida anticipación para no perder esta magna oportunidad, intento abrir el portón y no responde. Ya empezamos mal, me digo… Sin remedio, voy a sacar la escalera para intentar destrabar ese infernal mecanismo, casi me mato en ese forcejeo, sin estar segura de lo que estoy haciendo. El condenado viento sopla y con él se va al diablo el arreglo capilar que me llevó tiempo. Pero resuelvo el entuerto con las manos llenas de grasa. Entro a mi casa a lavármelas y me hago la loca con el tema del peinado, que ya no lo es. No hay tiempo que perder.

Salgo cual cohete espacial hacia mi destino en Zona 4, sorteando camiones y motos al mejor estilo kamikaze, que se cruzan como poporopos locos por toda la Bolívar. Bajo la 24 Calle ¡cerrada! (vamos re mal, pienso). Buscar parqueo cerca es casi misión imposible. Decido ir al parqueo de enfrente, donde está Cemaco. Tengo que atravesar la 6ª Avenida como liebre asustada, en medio del tropel de carros y Transmetros. A este punto, ya estoy creyendo que existe plan para mi exterminio.

Diviso la cola desde lejos y trago saliva. Me coloco al final mientras otros se van uniendo detrás de mí. Un jovencito viene revisando la documentación y yo, con mi sobre manila en mano temblorosa (no sé si se me alteró el azúcar o es mi tirria a los pinches trámites burocráticos lo que me descompone). Me toca mi turno, el chico hace una pausa y siento helarse la sangre en mis venas… No, no puede ser, si yo traigo todo (dígome a mí misma). Me mira a los ojos con cierta picardía y me espeta: “es que su boleta de pago no CONCUERDA (misma con la que quisiera yo colgarlo) con la boleta de la cita” –mutis personal- bling, bling, parpadeo. ¿Qué? ¿Cómo? Le explico que la cita la solicité en enero y que pagué el valor del preciado documento antier, pues uno nunca sabe si en un lapso de 10 meses estará aún vivito y coleando.

-Sí, pero “fíjese que” (la clásica) no se lo puedo recibir así…

-Y… ¿entonces? (vibración detectable en el ojo izquierdo)

-Mire, tiene que ir allááááá, mire ve (señala con su dedo índice) ¿mira usted aquella casita azul encima de ese edificio? Pues allí tiene que ir, a que le extiendan un CERTIFICADO (así con énfasis) y regresa.

Y bueno, con la cabeza baja, acepto mi sino, el sistema es fuerte! O te plegás o ya valiste.

Me dirijo a ese lugar con la bolsa pegada al pecho, subo las gradas de la pasarela al mismo tiempo que voy bajando a todos los santos para que no “me pongan” en el trayecto. La cartera no me importa, pero ¡el celular! ¿Qué hago sin él? ahí está mi vida entera. Mientras camino por sobre el tráfico con el temor agregado a que se caiga en ese momento la pasarela (aquí ya nada extraña, los hoyos se lo tragan a uno sin más) no le quito el ojo a un bolito que está “descansando” o “tomando el sol” al final de la misma. Bajo las gradas dando gracias a la corte celestial.

La gran fila que espera afuera del edificio anticipa que eso va para largo. Resulta que ese es el edificio del Instituto Guatemalteco de Migración –IGM–. Varias colas se entrecruzan y tengo que preguntarle a la autoridad que está dirigiendo el intenso tránsito humano ahí adentro, quien, con su inconfundible acento de oriente me dice “ahhhh, eso es en el 7mo nivel…” Como las canillas están algo tembeleques prefiero esperar al ascensor, que es mínimo y solo pueden ir 4 personas por viaje, para ello ¿adivinen qué? Hay que hacer cola. Aprovecha una a intercambiar sentimientos con quienes están en las mismas vueltas y los lamentos vienen siendo casi los mismos. Veo a varios extranjeros circular con ojos desorbitados, como queriendo entender cuál es el rollo en ese laberinto, sin saber a dónde van, sin nadie que los oriente y entre señas y palabritas mal dichas, los pobres se las baten… pena ajena a la mil.

Al fin me toca mi turno en el elevador. Pensaba que mi temor al COVID ya se había disipado, pero NEL, siento que se me mete por todos los poros, busco mi otra mascarilla. De verdad, no quisiera aburrirlos con mis lamentaciones, pero ese “espacio” es realmente algo muy deprimente. Me da una inmensa lástima por los empleados que trabajan allí, es un lugar lúgubre, tan sucio, todos hacinados ¡tan indigno! Me hierve la sangre (la misma que se me heló hace un rato). ¿Para qué rayos pagamos impuestos? Bueno, ya sabemos la respuesta.

Cajas amontonadas por todos lados, en corredores, sobre los escritorios, veo algunas rotuladas con “adornos navideños” y me entra más el desconsuelo… En esta “institución” tan inoperante y lastimera, todavía tienen el descaro de “adornar” en pro de mantener un ambiente agradable para sus colaboradores (palabrita más odiosa).

¡En fin! Fila ¿pues cómo no? para la ventanilla en el 7mo nivel. Leo un rotulito que dice que la certificación tiene un valor de $15 (o Q116.15 en chapín) menos mal no me basculearon en la pasarela y me alivia saber que sí “cargo” el efectivo. Debo de sacar una certificación de que sí pagué, cuando en mi mano, tengo el pinche papel de Banrural donde consta que ya está pagado. La seño de la ventanilla es bien lista y percibe que, a pesar de la doble mascarilla, hay un par de expresivos ojos que echan fuego, así que opta por neutralizar los ánimos y con dulce voz me indica que nuevamente tengo que bajar al primer nivel a PAGAR en la mini agencia del ya mencionado banco, el valor de la certificación por no decir el valor del negocio shuco de algún funcionario corrupto que se fumó esa marufia.

Como voy para abajo, creo que la gravedad me es favorable para no meterme a la cápsula de contagio y entrarle a las gradas. En cada nivel que paso, veo ese terrible desorden que me revuelve el estómago. Empleados que conversan contentos en medio de todo ese caos. En el 5to nivel veo a una canchita que está sentada muy plácida viendo su celular, con su gafete del IGM y le pregunto sin recato ¿usted trabaja aquí? (la pura maldad) y me dice, aquí no, pero en la institución, sí… Ah vaya le contesto, solo para echarle chile a la herida. Me sonríe y sigue “escroliando” su aparatito.

Llego incólume al primer nivel y sin ningún asombro ya, me integro a la cola del banco, haciendo espacio y metiendo la panza para que entren unas sillas plásticas nuevecitas que están ingresando a la bodega “dé permiso, seño, por favor”, cortando las filas del “banco” que se cruzan con la entrada a la tal bodega… Cuando abren la puerta, le echo ojo al interior y veo los rimeros de papel “sanitario”, galones de productos de limpieza y demás insumos que no dudo tendrán a los proveedores de la institución muy contentos. Ya siento que alguien se me cuela en la fila en ese alboroto y me le pego al que está último en la cola. Un soldadito disfrazado de tacuche me controla con ceño fruncido.

¿Se recuerdan que el valor de la “certificación” es de $15? Pues una señora llevaba sus dólares para hacer un pago y resulta que allí no los aceptan, solo moneda nacional. Un drama tras otro.

Pago los Q116.15 como la gran diabla, y no por la cantidad, sino por la estafa descarada y ahora debo regresar al 7mo nivel para que me extiendan un recibo sellado. Solo la nueva boleta de pago del Banrural no surte.

Resignadamente entro a la cápsula de contagio rumbo al 7mo nivel, donde la misma chica me extiende el recibo correspondiente y me indica con ojitos sonrientes que hemos culminado con éxito la empresa, mas sin embargo, tengo que bajar al 6to nivel para que me REEMBOLSEN el valor del pasaporte, porque según ellos yo lo pagué dos veces. Jesús de las tres caídas. ¿Qué? Yo no pagué dos veces… quiero llorar. ¿Cómo así? Es tal la inoperancia del sistema, que bien pude haber “aprovechado” la oferta, pero le digo perpleja a la seño: “yo no pagué dos veces, mi reina, ni siquiera entiendo por qué tuve que perder plata, tiempo y energía en un trámite que nada que ver”. -Ah bueno, entonces ya puede seguir con el proceso… Así de simple, sin pies ni cabeza.

Respiro profundo y regreso a la pasarela, el bolito ya se cambió de ubicación y alguien buena onda le pasa regalando una botella de agua, pero igual, no le quito el ojo.

El resto es historia, ya propiamente en el sector de pasaportes, entramos como ganado, numerados, a esperar la foto. Del arreglo personal, ya olvidémonos, todo quedó devastado, el muchacho que toma lo foto ordena: “quítese la mascarilla (tengo los surcos del elástico marcados en los cachetes), quítese los aretes (y estaban bonitos), el pelo atrás de las orejas, seria por favor, no sonría”. Sin sonrisita frescapil y con cara de pocos amigos, la foto de mi pasaporte habla por sí sola.

Guatemala, asombrosa e imparable, les concedo la razón. Asombra su inoperancia y la corrupción es, en verdad, imparable.

Gloria Rossi

Editora de Provocatio