PROVOCATIO: Las clases como prisma

José Alfredo Calderón E.

Historiador y analista político

Es común leer o escuchar que la división de la sociedad en clases y la lucha que mantienen entre ellas, era una característica del pasado, la cual había sido inventada por las ideologías.  Al finalizar estas últimas, la única división existente  –según estos portentos del pensamiento tropical– se basa en la inteligencia y el esfuerzo que cada uno le pone a las cosas, al negocio, al estudio o a cualquier emprendimiento o proyecto.

Para demostrar la falsedad de estos oficiosos argumentos, me valdré de los imaginarios generadores de pensamiento que la sociedad guatemalteca acusó en 1976 y 2020 respectivamente.  El primero se refiere al terremoto que devastó al país el ahora lejano 4 de febrero, el segundo al confinamiento en la actual pandemia.  Y para ello, me valdré de mi propia experiencia.

La madrugada en la que aconteció el nefasto movimiento telúrico, desperté por la voz nerviosamente amorosa de mi madre que me explicaba que estaba temblando y debía levantarme y caminar hacia el exterior de la casa.  Ya en la calle, mi edad adolescente me permitía explicarme algunas cosas pero otras no.  Se percibía alguna actividad inusual pero al amanecer, mi prioridad era ir al colegio.  Ingresé de nuevo a casa, y cuando me disponía a vestirme con mi uniforme del Liceo[1] y preparar mi bolsón, mi padre llamó mi atención sobre algo que yo todavía no entendía: Una tragedia para las grandes mayorías había ocurrido. Nuestra casa sufrió grietas y el crujir de vajillas de la cocina y el comedor, pero en términos generales, lo básico se mantuvo. Mi progenitor, siempre sabio en esto de dar lecciones[2], me llevó a recorrer vastos sectores de la zona 5, donde la devastación, fuera de las pocas áreas residenciales, había sido espantosa.  Un nudo se me hizo en la garganta cuando recorría todas esas áreas destruidas y presencié el llanto y desconsuelo de mucha gente que lo había perdido todo.

Ya reiniciado el ciclo escolar, muchos de mis compañeros comentaban que habían asistido normalmente al colegio y que no los recibieron, teniendo que regresar a sus casas, la mayoría, ubicadas en los sectores residenciales más privilegiados: zonas 14, 9, 10, 15.  El Liceo siempre tuvo una orientación social muy marcada, destacando los programas sociales de apoyo a las áreas marginales[3] y las labores de descombramiento[4] posteriores al terremoto, las cuales se llevaron a cabo en el interior de la República.  Si ver la destrucción en zona 5 me había dejado impactado, ver lo sucedido en Zaragoza, Chimaltenango, me dejó helado. Estas actividades eran obligatorias y quien no llegaba a las horas mínimas de trabajo social en cuarto bachillerato, simplemente no podía pasar a 5º y por ende, no se podía graduar.  Todavía recuerdo el jaleo que algunos estudiantes (los más privilegiados) armaron para no ir a descombrar, pero en una asamblea de padres familias[GR1] [GR2] , muy bien conducida por los hermanos maristas, los argumentos sobre la conciencia social fueron contundentes y la unanimidad surgió para conceder los permisos.  Mis compañeros de la promoción 77 recordarán esto y no me dejarán mentir: Uno no vuelve a ser el mismo, cuando conoce de cerca la realidad de millones de guatemaltecos. Una cosa es oír las aleccionadoras charlas sobre justicia social, otra muy diferente presenciar el drama.

La otra vivencia es la actual. Desde la comodidad de mi casa, el teletrabajo es una tarea que no me incomoda y el confinamiento no representa mayor molestia.  Por eso no deja de arruinarme la existencia, los comentarios machistas sobre el horror de convivir dentro del hogar o la tragedia de no poder ir a parrandear los fines semana. Somos privilegiados y aun así, muchos acomodados refunfuñan por lo que consideran un drama injusto.

Drama e injusticia es lo que viven la mayoría de guatemaltecos, quienes previo a la pandemia, ya conocían lo que provoca una sociedad desigual que genera y agiganta la extrema pobreza.  El temblor que los clasemedieros sentimos el 4 de febrero de 1976, en realidad fue una devastación para millones.  El confinamiento del que muchos se quejan, miles lo desean para sí, ante la carencia de una vivienda, ya no digamos un hogar.

El hastío por lavarse las manos a cada rato, contrasta con la imposibilidad de muchos por hacerlo, ya que no gozan del vital líquido o lo tienen que administrar con estrechez pues lo consiguen caro y a cuenta gotas.  Así mismo, la molestia por las restricciones de horario es inversamente proporcional a la angustia de millones por no tener trabajo, haberlo perdido o tener que aceptar condiciones disminuidas, muchas veces humillantes, con tal de no perder el empleo, por más precario que este sea.

Ver arruinadas sus vacaciones es una tragedia para quienes tienen el privilegio de programarlas regularmente. No importa si se trata de veranear en las playas para Semana Santa o se aprovecha para el viaje a Miami o Europa. Las posibilidades económicas dependen de nuestra ubicación en el mapa social.  Para la gran mayoría, estos lujos suenan a quimera, pues su realidad cotidiana es conseguir el sustento del día a día, es decir, sobrevivir.

La estructura de clases del país, la desigualdad que la atraviesa y la pugna de unos por mantener el statu quo y de otros por cambiarlo, es una sempiterna condición histórica de este bello paisaje al que las élites se empeñan en llamar país.  Hace cuarenta y cuatro años, el sufrimiento fue mayor entre los que menos tenían y menos voz evidenciaban. Hoy pasa lo mismo, para unos la pandemia es una tragedia que les impide movilidad y “normalidad”.  Para las grandes mayorías,  es otro castigo más a su vulnerabilidad, sabiendo que el futuro los dejará en su mismo espectro social de abandono y miseria. Los primeros saben que, más temprano que tarde, el goce de sus privilegios estará allí, quizá más fuerte, porque este sistema si algo fortalece, es esa dicotomía de que a mayor pobreza en un polo mayoritario, mayor riqueza  en el polo minoritario.

Ante el agotamiento de este modelo económico voraz ¿no creen que ya va siendo hora de repensar el futuro y empezar a discutir sobre la nueva forma de relacionarnos con la naturaleza, la economía y nuestros semejantes?

Si algo debe enseñarnos el COVID-19, es que, con el mismo sistema, la serpiente de la injusticia y la desigualdad, seguirá mordiendo a los descalzos. Si no restituimos el sentido de comunidad, si no privilegiamos los valores que verdaderamente importan; si no generamos redes solidarias entre nosotros mismos; si no resultamos mejores seres humanos después del pico de la crisis, tengan por seguro que lo que viene lo tendremos merecido.


[1] Liceo Guatemala, un colegio católico de clase media que albergaba en su seno también, a varios jóvenes de las clases altas.

[2] A partir de su niñez y juventud con carencias, siempre me recordaba el privilegio del que gozábamos con nuestro nivel de vida, el cual le había costado muchos años construir. Para nada éramos ricos por supuesto, pero si con algunas comodidades.

[3] Al respecto, el más conocido era el proyecto dirigido por el hermano Gregorio (Goyo), el cual implicaba apoyo al asentamiento humano ubicado en un gran barranco de la zona 5 y que se conocía como La Limonada.

[4] Así le llamaban a la afanosa tarea de buscar entre los escombros y limpiar de los mismos las áreas afectadas.


 [GR1]de

 [GR2]sin coma

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