… los sectores democráticos y progresistas también tenemos una cuota importante de responsabilidad en esta crisis, en la cual, todo lo social y humano, cede dramáticamente ante el pragmatismo y la reducción de todas las dinámicas de vida, a cuestiones puramente utilitarias que deben impactar, provechosamente, en el patrimonio individual de cada quien, aunque se tengan que pisotear los derechos de otros y desdeñar la base axiológica que nos distingue de la barbarie. |
Historiador y analista político
Recuerdo desde mi infancia que uno de los principales orgullos maternos y paternos al hablar de sus respectivos hijos e hijas, era en torno a qué carrera iban a estudiar en la universidad o cuál estaban cursando ya.
Por lo general, las madres siempre han sido más emotivas que los padres en este aspecto. Destacan las que se ufanan porque su criatura estudia Medicina, pues el atuendo blanco representa un ícono muy especial. En su defecto, otras profesiones cubren esa aspiración: Derecho, ingenierías, Arquitectura, y un poco detrás están las preferencias como contador público u Odontología. El caso de las ciencias jurídicas es especial, pues a pesar de contar con muy mala fama, lo aspiracional se centra en hacer dinero u ocupar puestos públicos.
Si los hijos provenían de familias finqueras, se apreciaba también la carrera de Agronomía o Veterinaria, aunque no superaba en prestigio a las anteriores. Si la familia tenía negocio propio, la profesión de Administración de Empresas se convertía en un recurso importante, no tanto para presumirla, pero «la empresarialidad obliga», decían los padres con aires ampulosos. Economía, con alto contenido social, quedó como el patito feo de la Facultad de Ciencias Económicas y esto se refleja en la baja matriculación anual.
Entre las charlas de vecinas, amigas, compañeras de trabajo o iglesia, así como colegas, las carreras como Psicología o Trabajo Social no revestían mayor entusiasmo. En el caso de los psicólogos, quedaba el recurso de la rama industrial, cercana a lo empresarial. El crujir de dientes venía cuando alguna progenitora tenía que confesar que su hijo/a estudiaba otra carrera, que no fuese una de las tradicionales. La pausa ante la pregunta era incómoda y, finalmente, la interrogada admitía que su vástago estudiaba Antropología, Historia o Arqueología; Sociología, Ciencia Política o Relaciones Internacionales, Filosofía o Pedagogía. El consuelo para los arqueólogos era que los relacionaban con las «ruinas» de Tikal o la Antigua, las pirámides de Egipto o todas esas actividades que implican “escarbar” para encontrar tesoros valiosos de otras civilizaciones. En el caso de las Relaciones Internacionales, la mayor ilusión era que el vástago se vinculara con el mundo diplomático, «viajar y todo eso», explicaban ufanos los progenitores.
Las Ciencias Sociales representaban en el imaginario social, una dificultad para sobrevivir económicamente… “¿de qué van a vivir esos pobres patojos/as?” expresaban algunos adultos. Por otra parte, la tragedia aumentaba por el estigma político que esas carreras significan, máxime en la Universidad de San Carlos, pues se oía y leía que eran nichos de “comunistas” y sus infortunados descendientes se podían volver guerrilleros, lo cual significaría la vergüenza familiar. Basta recordar que en Guatemala siguen existiendo, desde hace mucho tiempo, tres insultos fundamentales: ser homosexual, «indio», o comunista.
El imaginario no ha cambiado, e incluso, se ha agravado. Hoy en día, por ejemplo, la carrera de Sociología en la USAC corre el riesgo de desaparecer ante la falta de inscripciones; pero no es la única carrera, hay otras que pasan por el mismo fenómeno y todas reúnen un rasgo en común; la similitud de sus contenidos sociales. Aunado a esto, la tendencia en las universidades, incluyendo la pública, es eliminar, cada vez más, los cursos de orientación social en favor de materias más «útiles» y «rentables», proclaman los trogloditas que impulsan este espurio proceso.
Esbozo una explicación sobre lo que, a mi criterio sucede, basado en mi pensamiento sistémico y crítico, así como el hilo conductor de la historia; reconociendo que no toda la culpa es de los agresores del conocimiento. En gran medida, los sectores democráticos y progresistas también tenemos una cuota importante de responsabilidad en esta crisis, en la cual, todo lo social y humano, cede dramáticamente ante el pragmatismo y la reducción de todas las dinámicas de vida, a cuestiones puramente utilitarias que deben impactar, provechosamente, en el patrimonio individual de cada quien, aunque se tengan que pisotear los derechos de otros y desdeñar la base axiológica que nos distingue de la barbarie.
En primer lugar, se debe entender que, históricamente, el pensamiento reflexivo siempre ha incomodado al Poder desde tiempos inmemoriales. Si bien muchos países trascendieron a sus orígenes primitivos y violentos, no es el caso del tercer y cuarto mundo, con especial mención del trópico, donde la ex Capitanía General del Reino destaca por mucho, lamentablemente, en términos negativos.
En segundo lugar, la agudización de las contradicciones políticas, que generaron una guerra interna de 36 años, hizo que cada persona, grupo o sector, tomara una posición respecto del conflicto. En el caso de la USAC, abanderó las luchas populares y, más importante aún, formó generaciones de jóvenes que rompieron el círculo de dominación y sometimiento, lo cual devino en pecado mortal, pues las élites económicas, y su brazo armado, el ejército, hicieron pagar caro esa osadía.
Atacar la USAC se convirtió en una misión, focalizando dicho ataque en todas aquellas unidades académicas donde, según sus subdesarrolladas mentes, se generaba el comunismo. Muy pronto, facultades de carácter técnico también sufrían los embates de los enemigos del saber. La consigna general fue aplastar todo vestigio de resistencia al régimen de turno y al sistema, tratando de destruir a la USAC, en tanto único foco de pensamiento crítico.
En tercer lugar, una vez firmados los Acuerdos de Paz, la violencia disminuyó, por lo menos en términos políticos, pero se incrementaron los esfuerzos «blandos» para continuar la labor destructiva. Se eliminaron o disminuyeron todos aquellos cursos de contenido social en carreras que se volvieron cada vez más asépticas y estrictamente técnicas (Derecho y Económicas, principales ejemplos). Aunado a esto, la cooptación de las asociaciones de estudiantes y la apropiación indebida de la «Huelga de Dolores» por parte de grupos corruptos y violentos; así como la captura de los principales puestos directivos de la universidad, terminaron por consolidar un escenario tétrico que vulneró, dramáticamente, todos los principios universitarios.
En cuarto lugar, la pandemia devino en la oportunidad ideal para romper el tejido social de la comunidad universitaria, ante la priorización de la fría virtualidad. Incluso, cuando el regreso presencial ya era inminente, el daño estaba hecho, pues la matriculación en general había bajado, en favor de las universidades privadas, una de las cuales (la Regional) es propiedad del ex rector Estuardo Gálvez. No está demás indicar que las carreras de índole social sufrieron el mayor desgaste en cuanto a disminución de estudiantes.
Paradójicamente, la toma de las instalaciones por parte de sancarlistas que se opusieron al fraude electoral que impuso al actual usurpador, terminó por consolidar el aislamiento de la comunidad universitaria, debilitando así, la organización, la formación y la resistencia.
En quinto lugar, no es casual que las primeras facultades cooptadas fueran Derecho, Económicas y Humanidades, pues son las más grandes y con un impacto fundamental en los colegios profesionales y la conformación de las comisiones de postulación para la elección de las cortes y otros puestos importantes. Los actuales usurpadores saben que las carreras sociales se concentran en escuelas no facultativas sin representación en el Consejo Superior Universitario. Además, cuentan con poca población estudiantil, fenómeno que es aprovechado para disminuirlas aún más.
En sexto lugar, la guerra interna provocó muerte, exilio y acomodamiento de los docentes sobrevivientes, con lo cual, la calidad académica disminuyó. Por un lado, el dogmatismo mediocre que continuó con narrativas obsoletas de los manuales marxistas de hace medio siglo, la resistencia a la actualización e ignorando otras fuentes como la corriente gramsciana y otras, no marxistas, pero cuya solidez académica exige conocer, para entender la realidad desde la integralidad.
Hoy no queda nada, ni siquiera puede hablarse de un giro liberal pues lo que impera es la mediocridad, el oportunismo y la corrupción. La indiferencia estudiantil y profesional tiene un solo norte: aprovechar un cartón universitario para su beneficio personal, con el menor esfuerzo posible, punto.
Finalmente, esa tendencia «izquierdosa» a rechazar las herramientas que el propio sistema da, nos hizo incapaces de despertar interés por nobles carreras como la Filosofía, la Antropología y hoy, la de mayor peligro, Sociología. La mercadotecnia y el benchmarking adaptados al mundo académico, por mencionar solo dos, nos hubiera posibilitado promover estos campos del saber, que contrario a lo que muchos piensan, SÍ cuentan con aplicación práctica y devienen en armas intelectuales para interpretar, cambiar y mejorar la realidad, sobre todo, la de los más vulnerables y olvidados, misión fundamental de la universidad pública.
Mucho más que decir con este tema, pero termino con un llamado urgente a quienes hemos tenido el privilegio de trascender el imaginario social dominante.
¡No al cierre de Sociología! ¡Alto a la agresión contra las ciencias sociales!
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