Danilo Arbilla
Prácticamente nadie lo duda: Dilma Rousseff será destituida como presidenta de Brasil. Entre el 25 y el 29 de agosto se cumplirá la instancia final del impeachment. La voluntad política parece irreversible y los números dan: se necesitan 54 votos ( 2/3 de los integrantes del Senado), y fueron 59 senadores los que aprobaron ya el informe favorable a la destitución.
A la presidenta se le imputan crímenes fiscales, por maniobras en ese campo y presupuestarias, que le aseguraron la reelección y la victoria, a ella y a su partido —el Partido de los Trabajadores (PT)—, en las últimas elecciones generales.
Dilma será la víctima, pero no es la única ni la principal responsable, ni es el objetivo mayor y definitivo de quienes la condenan. La sanción apunta a Luiz Inácio Lula Da Silva y al PT. A Dilma le ha tocado cargar con la cruz.
Será sustituida por su vicepresidente, Michel Temer, quien ya ejerce interinamente la primera magistratura, hasta el final del mandato en enero del 2019.
El proceso lleva casi diez meses de duración, y se inició cuando a fines del año pasado la denuncia fue aceptada e ingresó a la Cámara de Diputados, la cual en mayo del 2016 votó por amplia mayoría la destitución y el pase al Senado. También los senadores han cumplido las instancias correspondientes, y los próximos días, bajo la conducción del Presidente de la Suprema Corte de Justicia, tomarán la decisión final. Todo ajustado a la Constitución, las normas, al derecho y con todas las garantías.
Hablar de golpe de Estado o variantes similares no se ajusta a la verdad. Es lógico, sí, que los inculpados y sancionados, y sus amigos y compañeros ideológicos, manejen todo tipo de argumentos para defenderse —son parte de las reglas políticas— he incluso que recurran a la Comisión Interamericana de DD. HH., cuerpo al que el gobierno de Dilma desautorizó, y cuyas resoluciones ignoró (Brasil en represalia dejó de pagar su cuota para la CIDH, generándole a ésta serios problemas económicos). Los que no encajan son otro tipo de reclamos, proclamas o censuras de quienes, acomodados en lo políticamente correcto, repiten cosas, meras tonterías, que ponen de manifiesto su desconocimiento e ignorancia, en el mejor de los casos. Tal lo de Ernie Sanders, contrincante de Hillary Clinton en las primarias del Partido Demócrata, quien habló de un aparente golpe de Estado y recalcó que Dilma fue electa popularmente.
Parecería que a los candidatos de EE. UU. les da por decir lo que se les ocurra.
Dilma fue elegida popularmente, igual que lo fueron su Vicepresidente y todos los diputados y senadores que actuaron en este proceso. Sin embargo, por lo que dicen algunos, entre ellos Sanders, parecería que la única electa fue la Presidenta y que el resto apareció y pasaron a ocupar sus cargos por disposición de no se sabe quien. Como si fuera okupa. Como si cada bancada en el poder legislativo, fuera el resultado de asentamientos.
El meollo del tema, y por eso se juzga a Dilma, es, precisamente, sobre cuán legítima fue su elección. Y eso es lo que está en juego, sin perjuicio de que también existan fundadas dudas sobre la legitimidad del propio vicepresidente Temer, y de todos los ocupantes del poder legislativo que la condena. Decididamente ninguno podría tirar la primera piedra, pero una cosa no invalida la otra.
A Dilma no se le acusó ni se le podría acusar por corrupción o por enriquecimiento ilícito, como a otros, tanto de su partido como de los restantes. Fue, además, una presidenta que no impidió ni entorpeció mayormente las investigaciones sobre corrupción, que no limitó la libertad de prensa, como Lula y su partido le reclamaban, y que hasta autorizó la revisión de lo pasado en materia de DD. HH. durante la dictadura militar, cosa que Lula nunca se animó a hacer. Dilma fue leal. Fue leal a su partido y a su líder y mentor, al que intento salvar de cualquier forma, llegando a nombrarlo ministro, jefe de su gabinete, para ampararlo y salvarlo de la Justicia que iba tras él, por estar implicado en casos de corrupción y de influencia indebida.
Es al PT, del que varios de sus principales dirigentes y fundadores ya están en la cárcel por corrupción, al que se quiere condenar y castigar. Pero más que al PT, es una condena a Lula, por su soberbia, por haber desperdiciado, irresponsablemente y en función de su vanidad y lucimiento personal, el mejor momento para el efectivo despegue y afirmación económica de Brasil. Por haber engañado a sus conciudadanos, incluso con dádivas y despilfarros cuyo alto costo hoy están pagando. Por todos los casos de corrupción que tuvieron lugar durante su gestión —los que siempre dijo ignorar— y por haberse favorecido y enriquecido personal y familiarmente.
Son muchas las cuentas a pagar, y no parece justo que sea solo Dilma la que tenga que hacerse cargo de todas ellas.