LA PÁGINA DE FRANCO: Un mundo para todos uniforme

Francisco J. Sandoval

Confieso una personal tradición: entre el 20 y el 30 de diciembre evalúo las metas y objetivos que he cumplido el año que termina, al mismo tiempo que establezco mis planes para el año que está por empezar. Ese sistema ambicioso pero flexible de ponerle norte a mis pasos me funciona.

Las metas y objetivos los subdivido conforme las facetas que ocupan mi vida: gestión de empresa, creación literaria y deporte, para solo mencionar tres de cinco. En cuanto a lo que alguno dirá que es pasatiempo (el deporte) este año me propuse practicarlo en por lo menos cien días y una hora cada vez: solo contando la práctica de mi deporte favorito (bádminton) me sobregiré, con el agregado de practicarlo entre hora y media y dos horas cada vez.

Empiezo hablando de mi sistema de ordenar y pasar con productivo gusto esta vida para hablar de algo importante y trascendente: ¿Hacia dónde va la humanidad y, dentro de ella, esta nación mal bautizada como Guatemala? Sin rumbo cierto; como autómata camina la mayoría de personas y naciones. Aquí —lo mismo que en India, Ecuador y Sierra Leona— con impecable optimismo se cree que vamos para adelante, hacia un progreso infinito. Se usan los mismos peinados, se escuchan las mismas canciones, se visten idénticas camisas, pantalones, gorras y chaquetas; se admiran los mismos artistas y estrellas del deporte; se ven las mismas noticias, películas y series de televisión; se comen los mismos platillos, con los mismos ingredientes y sabores. Hasta los franceses —tan orgullosos de su tradición y logros culturales— sucumben ante la fantasía de ser grandes consumidores. Esto ya es mucho decir.

Internet es magia que nos hace hablar el mismo idioma, compartir los mismos valores y principios, la misma forma de organizarnos “democráticamente”. El colmo es que respiramos el mismo aire (contaminado), nos contagia la misma epidemia y nos cobijamos bajo las mismas banderas (marcas de carros, celulares bolsos, gorras, autos). Sin darnos cuenta, ¿no será que vamos rumbo al mismo despeñadero?

 En Guatemala es más o menos conocida mi sentencia de que aquí se practica el culturicidio: el Estado —por acción y omisión— hace que esta nación se vuelva una veleta que baila al son (mejor dicho rap) que tocan los grandes (empresas y Estados). Esto se ha agravado durante el último período de gobierno. Una prueba palpable: en el presupuesto que aprobó el Congreso se le bajan cien millones de quetzales al Ministerio de Cultura y Deportes. Más claro, ¿canta un gallo?

¿Nos dejamos arrastrar por la corriente uniformizadora? ¿Y el sentido de identidad personal y nacional? ¿Cerramos los ojos ante las chimeneas cuya humareda opaca el cielo y ensucia el aire?

Algunos pocos somos hijos de Lo pequeño es hermoso,  cuyo subtítulo es Economía como si la gente importara. En ese libro publicado en 1973 Ernest Schumacher (igual apellido al de un piloto de autos) plasmó ideas que escaso eco tuvieron entre intelectuales y gobernantes. La Sociedad Internacional para el Desarrollo (CID) quiso convertirlo en doctrina, como atestigüé en una de sus reuniones realizadas en Roma en la década de 1980.

Un argumento central de dicho libro fue premonitorio, aunque políticamente irrespetuoso: una economía que produce bajo el supuesto de que los recursos son infinitos e inagotables no es sostenible. El PIB como indicador de bienestar humano conduce al gigantismo productivo, a botar bosques, a matar ríos y arroyos.

En naciones como Guatemala, ¿podemos perder el amor a la tortilla y el atol de elote, la marimba, nuestras raíces milenarias, la riqueza de tantas lenguas, el arcoíris de paisajes, trajes, ollas de barro, cascadas, ríos y riachuelos, el colorido de trajes que hablan sin palabras?