Dos economías diferentes, dos situaciones muy distantes, pero igualmente con repercusiones a nivel mundial en ambos casos. Un análisis de expertos sobre lo que ha sucedido en Grecia y China.
WASHINGTON – De pronto el caso de Grecia va mucho más allá de Grecia.
El desigual voto griego —61 por ciento contra 39 por ciento— en rechazo del último paquete de rescate de los acreedores del país ha convertido su impasse en un drama definitorio sobre el futuro de Europa. Grecia oscila al borde de un colapso económico. Sus bancos son prácticamente insolventes y limitan las extracciones diarias de los ahorristas a escasos 60 euros (66 dólares). Los líderes europeos han dado a Grecia un ultimátum de cinco días (hasta el domingo) para alcanzar un acuerdo con las entidades crediticias. Si no surge un acuerdo, la situación, ya caótica, empeorará. El Gobierno agotará su escaso suministro de euros y se verá obligado a pagar, ya sea en certificados (que posiblemente incluirán promesas—no fiables—de convertir los certificados en euros) o en una moneda nacional, el dracma.
Cuál será el valor de la nueva moneda es una pregunta abierta que multiplicaría, al menos inicialmente, la incertidumbre y falta de confianza. La consecuencia política: la sensación de traición que ya sienten los griegos hacia la Unión Europea por no proporcionar una red de seguridad a un país miembro, en un momento crucial, es igualmente importante. Entre los países acreedores (Alemania y los Países Bajos), la animadversión es recíproca. Echan la culpa de la situación a los propios griegos.
El resentimiento mutuo amenaza con transformar la política europea, tal como lo expresó Griff Witte en el Wa-shington Post. Lo que se cierne es un juego multinacional de culpas, en el que los ciudadanos de los 19 países de la zona del euro (países que usan esa moneda) y de la Unión Europea mayor, compuesta por 28 miembros, toman partido. En todo el continente, escribió Witte, los partidos [políticos] que han alcanzado velozmente su prominencia con una retórica populista, celebraron lo que vieron como el golpe, tal vez, más directo hasta el momento contra el corazón del orden europeo.
No hay una manera simple de distender la situación. Tanto el Gobierno griego, bajo el primer ministro Alexis Tsipras y sus acreedores —principalmente el Banco Central Europeo, otros Gobiernos europeos y el Fondo Monetario Internacional—, enfrentan límites en su espacio para maniobrar. Si Tsipras acepta demasiadas exigencias de sus acreedores con respecto a recortes de gastos y aumentos fiscales, se considerará que está repudiando su propio programa anti-austeridad. Eso enfurecería a sus seguidores. En cuanto a las naciones acreedoras, están intentando navegar entre dos resultados indeseados: ser demasiado liberales, a fin de mantener a Grecia en la eurozona; o ser demasiado amarretes, para disuadir a otros países de procurar un trato similar.
Si no pueden alcanzar un acuerdo con Tsipras, Grecia casi con certeza continuará en incumplimiento de pagos de sus deudas y se verá forzada a abandonar la zona del euro (un proceso llamado “Grexit”). Nadie desea eso, en realidad, porque implica que otros países de deuda alta (Portugal, Italia, España) podrían algún día irse de la eurozona. Pero lo peor para los acreedores sería capitular ante Tsipras. Otros partidos radicales de la UE podrían entonces hacer una campaña para recibir ayuda. Podría haber una reacción de protestas, en que el partido izquierdista Podemos, de España, quizás llevará la delantera.
Nadie sabe. La crisis griega ha sorprendido repetidamente. Ambos bandos aparentemente calcularon mal: los acreedores, creyendo que cuentan con el dinero que Grecia necesita, parecen haber supuesto que Tsipras cedería a esa realidad; y Tsipras y su exministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, pensando que los acreedores querían impedir que cualquier país se fuera del euro, actuaron como si su arriesgada política fuera a prevalecer. La pregunta ahora es la siguiente: ¿cuáles son las consecuencias duraderas de esos errores?
El verdadero peligro del colapso de China
La espectacular caída de la bolsa en China sugiere tres preguntas. Primero, ¿qué la causó? Segundo, ¿perjudicará esa caída la economía real de gastos y contrataciones? Y, finalmente, ¿cómo afectará al Partido Comunista chino y su estrategia económica?
En caso de que no hayan prestado atención, he aquí algunos hechos básicos sobre la caída. El mercado de Shanghai alcanzó su pico el 12 de junio. Para el 8 de julio, los precios habían caído alrededor de un tercio. El mercado menor de Shenzhen, con más empresas de alta tecnología (a menudo se lo compara con Nasdaq de Estados Unidos), sufrió pérdidas más drásticas. En conjunto, alrededor de 3,5 billones de dólares de riqueza se esfumaron.
Los agudos declives resistieron los esfuerzos desesperados de los funcionarios chinos por detener las ventas. Intentaron bombear dinero en el mercado para respaldar los precios; impedir que algunos grandes inversores vendieran acciones; detener todos los IPOs -ofertas públicas iniciales de acciones- que drenan fondos de las acciones existentes; permitir que más de mil empresas suspendieran la compraventa de sus acciones en lugar de registrar enormes caídas. (Desde el 8 de julio los precios se recuperaron algo, pero no se sabe si ese cambio es significativo, porque gran parte del mercado está congelado.)
Superficialmente, el colapso de las acciones se parece a una burbuja clásica, impulsada por la psicología de masas y el crédito barato. En el año anterior al pico, el índice de Shanghai se elevó 152 por ciento. A menudo se compraban acciones con dinero prestado. Los economistas de UBS, el gigante bancario suizo, calcularon que el crédito para acciones sumaba unos 500.000 millones de dólares. Los inversores procuraban precios altos y los empujaban aun más arriba. Pero ésa no es la historia completa.
Al comienzo de la subida, las acciones parecían estar subvaluadas, posiblemente como efecto de recuerdos de una caída anterior entre octubre del 2007 y noviembre del 2008 -durante la crisis financiera global-, cuando la bolsa de Shanghai perdió el 70 por ciento de su valor, expresa el economista Todd Lee, de IHS, una firma consultora. En junio del 2014, la relación precio-beneficio del mercado de Shanghai estaba alrededor de 10; en cambio, la relación PB histórica del índice Standard & Poor’s de 500 acciones, desde 1935, está alrededor de 17. (La relación PB compara los precios de las acciones con los beneficios de las empresas, es decir, las ganancias.)
Como la economía de China está creciendo más rápidamente que la de Estados Unidos, los precios de las acciones chinas parecían relativamente baratos. La economía de China, sin embargo, se estaba ralentizando de tasas de crecimiento económico anual, de un 10 por ciento a un 7 por ciento. Los inversores estaban especulando sobre políticas económicas gubernamentales -agregadas- para incentivar el crecimiento económico, expresó un analista de mercado. Las acciones, al final se desconectaron del desempeño de la economía. Dominó la exuberancia irracional. El Banco del Pueblo de China -la Reserva Federal de ese país- subestimó el auge y lo alentó al aflojar el crédito. Para mayo de este año, la relación PB del mercado de Shanghai era 22; la PB de Shenzhen era casi el triple de esa cifra. Los inversores menos sofisticados… entraron al final. El dinero inteligente salió antes, dijo ese analista. Dos tercios de los inversores nuevos no se habían graduado de la escuela secundaria, escribió Ruchir Sharma, de Morgan Stanley, en el Wall Street Journal.
Los economistas no se ponen de acuerdo sobre si la caída ralentizará más la economía china. Una manera sería el efecto riqueza: a medida que la gente se siente más rica o más pobre, aumentan o bajan los gastos. Aunque eso ocurrió en Estados Unidos, muchos economistas dudan de que se aplique a la caída de China. En primer lugar, la posesión de acciones es menor. Alrededor de la mitad de las familias norteamericanas posee acciones. En China, solo alrededor de un 9 por ciento de las familias urbanas tiene acciones, informa un reciente estudio.
El período de alza y caída, sin duda fue demasiado breve para influir en las decisiones de gastos de las familias, escribe el economista Andrew Kenningham, de Capital Economics. Pero Sharma, de Morgan Stanley, sostiene que el colapso podría deprimir la economía al socavar la confianza. El efecto podría propagarse a otros países. La demanda de China de materias primas importadas disminuiría. Los mercados de exportación podrían perturbarse, cuando las empresas chinas recorten precios e inunden el mercado exterior con el exceso de producción.
El peligro a largo plazo, sostiene el economista Eswar Prasad, de Cornell University, es que los líderes comunistas de China pierdan su deseo de reorganizar la economía. Decidieron apartarse de un crecimiento económico impulsado por las exportaciones y las inversiones en industria pesada (acero, cemento) y en infraestructura (caminos, puertos). Muchas industrias pesadas tienen capacidad excedentaria y los mercados de exportaciones chinos están cada vez más saturados. En lugar de eso, la economía descansaría en un consumo más fuerte. Ese cambio sería mejor para China y para todos los demás. China estaría más aislada de la inestabilidad global, y las exportaciones de China serían menos amenazantes para otros países. Pero el pasaje de una fase a la otra no es fácil, tal como lo muestra el colapso de las acciones. El mercado de las acciones es una parte esencial de esa estrategia, dice Prasad. La idea es brindar a los chinos comunes mejor rendimiento de sus ahorros, que las bajas tasas pagadas por los depósitos bancarios. Los rendimientos más altos reforzarían mayores gastos de consumo.
La caída de la bolsa es un revés. Si se producen más, los líderes chinos -que dependen de la prosperidad para afianzar su legitimidad política -podrían realizar una reevaluación. Podrían volver al viejo manual de crecimiento económico impulsado por exportaciones e inversiones, expresa Prasad. Eso tendría enormes consecuencias para el resto del mundo.
Robert J. Samuelson
The Washington Post