La insoluble crisis nacional de salud    

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¿Qué se puede esperar de un pueblo que no goza de buena salud? Sin educación y salud es imposible avanzar hacia el desarrollo.

Como sucede en la mayoría de áreas sociales, hay múltiples estudios —nacionales e internacionales— acerca del sistema nacional de salud. Se conocen también las dramáticas estadísticas que nos colocan entre los dos peores países de Latinoamérica, por más que en los últimos años se han visto mejoras en indicadores como esperanza de vida o mortalidad infantil. En todo caso, son mejoras que no se pueden calificar como logros importantes, pues se sigue en números absolutamente rojos o negativos.

La punta de este iceberg de la vergüenza —como podría llamarse— es la crisis hospitalaria, la cual, justo es reconocerlo, ha sido uno de los males heredados sin solución de un Gobierno a otro. En algunas administraciones se han visto ínfimos avances, pero nunca se ha logrado dar un salto cualitativo para mejorar las condiciones y atención hospitalaria.

Los últimos casos que se han registrado, de muertes de niños en diferentes hospitales nacionales, no hacen más que reflejar dos realidades dramáticas: no hay una respuesta en materia de salud para la población y, adicional a ello, la impunidad rodea la negligencia que pudiera existir en determinados casos.

Aquí debemos partir de un mandato constitucional terminante y claro. En primer lugar, se establece en la Carta Magna que la salud es un bien público, y señala con claridad en el Artículo 94 lo siguiente: Obligación del Estado, sobre salud y asistencia social. El Estado velará por la salud y la asistencia social de todos los habitantes. Desarrollará, a través de sus instituciones, acciones de prevención, promoción, recuperación, rehabilitación, coordinación y las complementarias pertinentes a fin de procurarles el más completo bienestar físico, mental y social.

Hasta el día de hoy, el Estado ha fracasado en velar por la salud de los guatemaltecos en toda su dimensión. Los niveles de atención —desde la prevención hasta la atención en centros de salud, y hospitales, desde distritales hasta de referencia— son deficientes y en algunos casos hasta rayan en lo inhumano.

Lo peor de todo es que, al igual que sucedió con la corrupción, la sociedad guatemalteca, en su conjunto, ha desarrollado una absurda tolerancia ante esta situación. No provocan reacciones, mucho menos escándalo o manifestaciones, las noticias que informan acerca de la muerte de bebés recién nacidos en diferentes hospitales nacionales.

Las autoridades, por supuesto, reaccionan con indiferencia, sin alcanzar a reconocer que se sigue fracasando en la gestión. Peor aún, no se inician investigaciones penales para determinar si hay culpabilidad en tantas muertes que se han reportado.

En la capital hubo un caso bastante documentado, el de un recién nacido que no fue correctamente atendido en un centro de salud y falleció mientras la desesperada madre le llevaba a un hospital para su atención.

El argumento de descargo de las autoridades es tan viejo como la falta de atención: falta de recursos. En efecto, no es difícil saber que los recursos en el Estado suelen ser insuficientes, pero también lo es que no se han tomado las medidas correctivas para terminar con la corrupción en todos los ámbitos, desde la compra de medicinas, hasta el desperdicio de dinero en plazas fantasmas o no necesarias.

Claro, cualquier nueva administración requiere de tiempo para dar resultados. El problema en este caso es que ese tiempo se traduce en pérdida de vidas, por tanto,  es indispensable tomar medidas correctivas inmediatas, por más que las soluciones definitivas se vean en el corto y mediano plazo.

El presidente Jimmy Morales podría ver que es aquí en donde verdaderamente existe un estado de calamidad, que mantiene en permanente crisis al sistema de salud pública.