La impunidad ha empañado las elecciones del próximo domingo

POR EDGAR GUTIÉRREZ

InSigthCrime


InSight Crime es un centro de pensamiento y un medio de comunicación sin ánimo de lucro que busca profundizar y enriquecer el debate sobre el crimen organizado y la seguridad ciudadana en las Américas, mediante la publicación constante de informes, análisis, investigaciones y sugerencias de políticas sobre cómo abordar los múltiples desafíos que estas problemáticas presentan.


Vistas desde afuera, las elecciones generales del 25 de junio en Guatemala cumplen con los requisitos formales para ser consideradas libres y justas. Hay 22 candidatos presidenciales —un número récord desde el retorno a la democracia en 1985— y el espectro ideológico de los candidatos va desde ultraconservadores hasta socialdemócratas.

Pero esta no es una elección normal. Con argumentos espurios, tres de los principales candidatos fueron excluidos: la líder indígena de izquierdas, Thelma Cabrera; Roberto Arzú, derechista y anti statu quo, y Carlos Pineda, un terrateniente populista que, mediante una eficaz campaña en las redes sociales, saltó a la cima de las encuestas satanizando al régimen.

Esas descalificaciones son síntoma de un problema grave: el Estado de derecho ha sido socavado, la aplicación de las normas se ha vuelto arbitraria y no hay recursos de apelación para quienes disienten del régimen.

**Este reportaje es el preludio de una investigación en profundidad sobre la política, la corrupción y el crimen organizado que rodean las elecciones guatemaltecas de 2023. InSight Crime publicará una serie de artículos en los días previos a las elecciones de Guatemala el 25 de junio.

El fin del Estado de derecho

La historia comienza en 2007, cuando el Estado dio luz verde a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), un órgano supranacional respaldado por las Naciones Unidas y financiado por la comunidad internacional. Junto con el Ministerio Público, la CICIG se embarcó en la campaña anticorrupción más extensa y profunda en la historia del país.

El balance a finales de 2019, cuando la Comisión salió de Guatemala, era impresionante: 122 investigaciones de corrupción a gran escala; 72 estructuras criminales desmanteladas; y 680 personas sometidas a proceso judicial, incluyendo 200 funcionarios públicos de los cuales cinco eran expresidentes y alrededor de 60 eran accionistas y altos ejecutivos de poderosas corporaciones comerciales. Los tribunales dictaron más de 400 condenas.

Pero los grupos poderosos, que durante mucho tiempo han controlado Guatemala, no se quedaron de brazos cruzados. El llamado Pacto de Corruptos —una alianza informal de políticos, élites burocráticas y empresarios— lanzó una intensa cruzada para revertir el rumbo. A partir de 2017 pusieron en marcha un efectivo contraataque a través de las redes sociales y ciertos medios de comunicación para provocar confusión y división en la sociedad, al mismo tiempo que inducían una grieta en el consenso de Washington de apoyar a la lucha contra la corrupción.

Sus cabilderos leyeron perfectamente a la administración Trump: si el gobierno guatemalteco reprimía los flujos migratorios recibiría a cambio el visto bueno de la Casa Blanca para desmantelar la insufrible CICIG. Y así ocurrió. El senador de Florida Marco Rubio e, irónicamente, Bill Browder, empresario crítico del Kremlin y promotor de la Ley Magnitsky, desempeñaron papeles clave en la operación.

Acto seguido, recapturaron todas las instituciones de contrapeso, incluido el Ministerio Público, teniendo a su servicio una fiscal general, Consuelo Porras, que asume su rol con la vocación de un inquisidor.

Inmediatamente emprendieron una cacería implacable de fiscales y jueces independientes, periodistas críticos y activistas civiles. Más de un centenar de ellos han tenido que exiliarse y otros, como la exfiscal Virginia Laparra y el periodista José Ruben Zamora, están siendo sometidos a juicios sumarios.

Mientras tanto, más de 90 líderes e integrantes de redes de corrupción y diversos delitos fueron excarcelados y sus casos desestimados. Porras fue sancionada por la administración Biden, y, mientras tanto, sus fiscales han permitido que los tribunales deshagan años de trabajo de investigación y acusación.

Decidir quién entra en la boleta electoral

Por simple inercia, el proceso electoral ha caminado sin reglas. Arbitrariamente, los tribunales descalificaron unos candidatos y admitieron a otros con serios impedimentos legales. Este es el caso de Sandra Torres y de Zury Ríos.

Torres es aspirante a la presidencia por tercera vez consecutiva. En 2019 fue encarcelada bajo la acusación de recibir financiamiento ilícito para su campaña de 2015. Los cargos le anulaban sus derechos políticos, pero uno a uno los tribunales fueron dictando fallos a su favor. Fue beneficiada con arresto domiciliario; luego se le permitió realizar campaña, hasta que finalmente el caso quedó abandonado.

Este fue el premio que recibió por el apoyo brindado al gobierno por su partido, la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), la primera minoría en el Congreso. Sus votos le permitieron al gobierno de Alejandro Giammattei manejar bajo normas excepcionalmente opacas los presupuestos públicos más grandes de la historia, en el contexto de la emergencia por la pandemia del COVID-19.

La exclusión sin argumentos legales sólidos de los candidatos Thelma Cabrera y Roberto Arzú marcó el inicio irregular del proceso electoral.

En el caso de Ríos, este es su cuarto intento por llegar al poder. En 2011, abandonó la campaña arguyendo bajas recaudaciones de dinero. En 2015, se le impidió lanzarse por una cláusula constitucional que veta a los familiares de líderes golpistas, pues su padre había liderado un golpe militar en 1982.

En 2019, se postuló con su partido actual, Valor, pero, igual que en 2015, la Corte de Constitucionalidad resolvió que su candidatura era ilegal. En estas elecciones, esa jurisprudencia fue ignorada por todos los órganos competentes, incluida la Corte.

Por su parte, el presidente Giammattei no puede postularse, así que su partido Vamos ha centrado sus esfuerzos electorales en reclutar 169 alcaldes para nutrir el voto de su moribundo candidato presidencial y reunir diputados en el próximo Congreso financiando al menos seis partidos satélites.

De los 22 candidatos que sobrevivieron a la purga, son dos lo que tienen más probabilidades de pasar a la segunda vuelta el 20 de agosto: Sandra Torres y Edmond Mulet. (Ríos aparecía favorita hasta abril pasado, pero al parecer ha caído en desgracia entre los votantes.).

Mulet, cuya participación ha estado por momentos en la cuerda floja, es un político conservador pero institucional, que, sin embargo, ha copado su partido, Cabal, con gente afín al Pacto de Corruptos. Su movimiento más audaz hasta el momento fue declarar que, si ganaba, destituiría a la fiscal Porras. Esto puede atraer a votantes moderados, pero también inquietó al Pacto de Corruptos. Cabe anotar que Mulet hizo el anuncio después de que la boleta electoral estaba impresa.

Sumado a esto, Guatemala cuenta con un Tribunal Supremo Electoral débil que está generando una desconfianza generalizada. Los equipos para la transmisión de los resultados electorales que el Tribunal adquirió son de dudosa procedencia y los administradores locales tienen mala reputación.

Además, sin una justificación clara, los magistrados reemplazaron hasta en un 90% a las juntas electorales departamentales, que son las entidades locales que validan los resultados. En su lugar, colocaron a funcionarios del gobierno, abogados de candidatos, representantes legales y trabajadores de firmas contratistas del Estado, muchos de los cuales tienen claros conflictos de interés.

En conjunto, las condiciones ilustran cuán lejos de la democracia se ha desviado Guatemala.

*Edgar Gutiérrez es analista político y fue Canciller de Guatemala.