La historia, lecciones para hoy

Gonzalo Marroquin


Pasa el tiempo, la historia no deja de escribirse ni por un momento. Avanza por párrafos y páginas, capítulo a capítulo y libro tras libro. Se puede ver y analizar desde el lado humano, político, social, cultural o económico, porque si bien es un todo en su conjunto, tiene cada una de esas facetas que forman parte de la realidad humana.

Hay quienes —sabiamente— dicen que de la historia debemos aprender lo bueno y lo malo. Lo bueno para emularlo y mejor si se supera y lo malo para no repetirlo o corregir, cuando es el caso. Por supuesto que eso no debe significar, en ningún momento o sentido, que vivamos anclados al pasado. El complemento ideal es ver la historia por el retrovisor para tenerla presente, pero los ojos bien puestos en el camino por delante: el futuro, ese que se debe construir y escribir cada día, a cada momento.

Cuando se mira un período de la vida histórica del país es fácil contemplar los aspectos mencionados. El legado de un gobernante no debe calificarse por una acción aislada o hechos parciales. Se debe ver la integridad de sus acciones, conocer —o tratar de profundizar al menos— en sus intenciones y, por supuesto, hacer un balance que muestre una conclusión basada en los hechos.

Recientemente estuvo en Guatemala un arquitecto colombiano, convertido por azares del destino en un exitoso político. Sergio Fajardo, quien fue gobernador de Antioquía y alcalde de Medellín, comentó que ha encontrado en nuestros países —Latinoamérica— un fuerte conformismo hacia la clase política, al extremo de mantener un pensamiento generalizado de que no importa que roben si hacen obras. En otras palabras, hemos desarrollado una fuerte actitud de tolerancia hacia aquellos que, haciendo uso del poder público, violan los derechos humanos, roban, abusan y actúan como si fueran dueños del Estado y no servidores del pueblo.

Este tipo de actitudes, que se han repetido a lo largo de nuestra historia, nos han marcado. Hay quienes piensan que el fin justifica los medios: queremos seguridad, pues matemos a medio mundo. Necesitamos teléfonos, que importa si medio roban la telefónica nacional para que abunden. Hacen falta puertos, aeropuertos y carreteras, entonces, sin importar el cómo, ni la transparencia, simplemente que se hagan a cualquier costo, ¡pero que haya infraestructura!

La pregunta fundamental es: ¿Y eso no se podría obtener respetando las leyes y haciendo los mejores negocios para el bien común y no el bolsillo particular?

Todo esto viene a colación de los debates que han surgido en torno al artículo histórico publicado por Crónica la semana anterior sobre la tiranía que el país vivió bajo el mandato de Jorge Ubico. Sus defensores dicen que limpió la deuda pública —cierto—, que construyó infraestructura —es verdad, aunque por intereses particulares retrasó obras trascendentales, como la construcción de un puerto en el Pacífico— y, sobre todo, le alaban porque controló la delincuencia. Esto último sí lo hizo y con eficiencia, en la medida en que sus orejas vigilaban las cuadras o manzanas y se enteraban de todo. Eso sí, la finalidad era el control político, y de pasada, controlar la delincuencia.

Por supuesto que la seguridad ciudadana es algo que todos apreciamos, pero no al precio que debía pagarse: se limitaba la libertad de pensar, de expresión, la libertad de reunión. El fin no justifica los medios. Sería plausible que lo hubiera realizado sin reprimir a la sociedad como lo hizo.

Prueba del nivel de descontento que llegó a provocar es que fue la clase media la que se cansó de él y le exigió su renuncia. Si hubiera sido todo tan maravilloso como algunos sostienen, seguramente no hubiera crecido la oposición a su dictadura.

Como sucede con casi todo en la vida, hay que reconocer —y respetar— que existan diferentes opiniones. Lo que no es sano es que no busquemos que nuestro sistema político y nuestro país mejoren. Leer opiniones que piden que vuelva un Ubico, es reconocer que no somos capaces de esperar algo mejor. Que la única manera de alcanzar las cosas es por medio de una tiranía que limite nuestros derechos.

Aquella época era a mediados del siglo XX. El mundo estaba en guerra y los militares gobernaban por todos lados. Hoy eso ha cambiado. La mayoría de personas conocen sus derechos y por eso escuchamos también de tantas y tantas exigencias. La libertad es un bien preciado y la democracia —con todos sus defectos—, el sistema político que mejor cuida de ella.

La historia nos ha mostrado que aquellas dictaduras no dejaron cosas tan buenas como pueda llegar a pensarse —lo mismo decían de Pinochet, y más tarde dirán de Castro—. Algunos aún piensan así: si roban, que sea poquito, si matan, que sea a los malos, pero que al menos dejen obras, teléfonos y no roben en mi cuadra.

Aprendamos de nuestra historia que el autoritarismo no es el sistema político ideal. Que la única forma de alcanzar el verdadero desarrollo y vivir en paz, es con respeto, justicia, trabajo y solidaridad humana. La historia no miente y enseña mucho.