En 2021 ¿celebraremos? ¿Conmemoraremos? ¿Enterraremos?, los 200 años de la ¿Independencia? Nacional de Centroamérica. Ante tal efemérides, es imperativo categórico del pensamiento centroamericano ocuparse —durante estos próximos cinco años— tanto de una valoración histórica de aquellos sucesos ¿malhadados?, como de una genealogía de la moral —de tal pretérito— hondamente crítica, en el sentido de como Kant concebía el término Crítica.
Lo que constituyó el fenómeno histórico que llamamos Independencia Nacional se cuestiona ¡hoy! con bizarra actitud y apertura, incluso por columnistas que hace unas décadas se desgarraban las vestiduras al sostener que los valores de la Independencia y de sus próceres ínclitos y moralísimos, eran incuestionables.
Eran los días en que la Constitución declaraba la religión Católica como la religión del Estado de Guatemala. Aquella cobarde y piadosa actitud duró, y acaso aún dura, en algunas mentes muy conservadoras que han tenido que ceder para no parecer tan anticuadas —hoy— que todo el mundo se atreve a poner en tela de juicio lo que es, o no, la Independencia Nacional.
Ya para ninguno es misterio —ni tampoco ministerio y creencia— que la Independencia no fue sino un cambio casi arreglado y concordado entre una Corona carcomida y desvencijada y unos criollos que querían entregarse ¡ya sin cortapisas!, a una explotación sin límites del indígena que además tributara sólo para ellos.
Pero el tema de una genealogía de la moral de la Independencia —y de nuestros próceres— no concluye ahí. Y no concluye ahí porque el juicio ético apenas se iniciaría —si se llega a ello— a cinco años de los dos siglos del hecho. Las lecturas críticas que de tal discurso podemos hacer son ideológicas, políticas, económicas, religiosas, culturales e incumben acaso hasta las del genocidio.
Poder, saber, información y comunicación de la verdad van de la mano tanto para presentarse con honestidad, y al servicio de bien común, como para ser sólo la visión unidimensional de la clase dominante y no la de los Condenados de la Tierra de Fanon.
Se nos puede decir (como ya se está atreviendo a decir todo el mundo en 2016) que la Independencia fue un simple cambio de poderes políticos, concertado incluso. Pero callar el resto de la verdad. Porque ella es tan cruel que, a la clase dominante de nuestros días, todavía no le conviene que se rasque demasiado bajo los cimientos que la sustentan, porque son los mismos que la cimentaban en 1821.
¿Qué es la verdad? ¿Cuál es la verdad de un hecho histórico tan controversial y tan preñado de las más cruentas amarguras? ¿Quién ha manejado y manejará las investigaciones que nos conduzcan al desvelamiento de una verdad que puede ser falsedad? Y esto, pese a que sean las universidades más prestigiosas del país quienes tomen el timón de la escritura del discurso, porque las universidades más prestigiosas del país están ¡también!, en manos de la clase dominante, incluyendo a las dos o tres religiosas; y que, por lo mismo, no gozan a mi juicio, de completa confiabilidad ética, ni a los ojos de Nietzsche, de Foucault, Derrida, Deleuze, Christeva o Sartre, sólo por mencionar a algunos en los que me apoyo.
Someter a la Independencia al juicio verdadero e implacable de la Genealogía de la Moral, equivaldría a declarar al 99 % de los próceres de la misma como inmorales y a modificar, entre otras cosas, la Historia Patria. Porque a los niños ya no se les podría seguir enseñando la mentira que por tantos años se nos sostuvo y se les continúa sosteniendo. En las conmemoraciones de los 200 años del 15 de septiembre, la fecha tendría que presentarse de otra manera y quienes fueron sus factores históricos también: ¡como inmorales! La Historia Patria debe ser reformada de raíz. Porque también la guerra civil exige otro discurso y, otro, la expulsión de los santos come diablos y la entrada en los nichos laicos de los verdaderos héroes como Otto René Castillo, asesinado por las manos inmundas de la Hiena de Zacapa.
A esta categoría de proceso y revisión histórico-críticos me refiero cuando invoco a concitar a un congreso del pensamiento centroamericano, a cinco años de la conmemoración de los dos siglos de la llamada Independencia. Y esta podría ser también la coyuntura para llenar de ideologías a dos o tres partidos políticos de novísima fundación.
Los partidos políticos de Guatemala son madrigueras de zorras hambrientas de dinero fácil y al vapor. Guaridas de militares y matones de las CIACS. Refugio de mediocres que, aunque sean licenciaos, no saben la ni la O por lo redondo. Y lo son, porque tan atascados de heces como se encuentran los partidos tradicionales —que son todos los que hay— no entienden que la base y también la cúspide de todo conglomerado político es la Filosofía, el pensamiento y la verdad. Pero no las manoseadas por la clase política dominante, sino repensada y presentada por la clase intelectual que es la conciencia limpia de la sociedad. Desagraciadamente, de ello también estamos ayunos y hay que crear a ese intelectual porque nunca nos hemos preocupado porque nazca. Deplorablemente, falta también una Academia a la altura de estas nuevas circunstancias. De estos doscientos años que queremos celebrar ¡de otra manera! De una manera en que la verdad no sea ¡como hasta ahora!, la visión unidimensional de la clase dominadora: De la alta burguesía empresarial y agricultora. Como hace 200 años. Como ahora.