Entre chamarras

MarioAlberto-0009


No ha sido ni entre costuras ni entre visillos, sino entre chamarras, como he pasado la semana, lector. Sumido entre la cama y tratando de conservar la poca tibieza que con dificultad se alcanza en las friolentas casas —por donde vivo— en esta época del año. Porque ya sabe usted que habito en Fraijanes —altos de la gran Guatemala— ésta capital, rodeada por no sé ya cuántos municipios que se ha vuelto monstruosa e intransitable.

Entre chamarras y con una gripe que alcanza —porque aún no ha remitido— visos de pulmonía. No es broma. Tuve entre 38 y 39 grados de temperatura y hube de ingerir copiosas cantidades de antibióticos, de una jarabito con buena dosis de antihistamínico y toneladas de ibuprofén, porque, cada vez que me daba el ataque de tos, me subía un dolor de cabeza marca estallido.

Todos estos componentes me sostuvieron durante días entre el sopor y el ensueño. A veces torturadamente  inconsciente y a veces placenteramente entre nubes y edredones acariciadores. Ahora sí probé las delicias de ser hombre en la luna, de sentir que todo se me resbala y de no darle importancia más que a los tres tiempos y a ratos ni a eso, porque con el antibiótico hasta el hambre se pierde. Y reflexioné —vicioso— así se debe sentir nuestro señor presidente, nuestro Jimmy perdido en los entresijos del Palacio de Ubico-Arzú de Irigoyen, que tuvo la insensatez de etiquetarlo de la cultura, como si no fuera, el guacamolón, un muestrario de estilos arquitectónicos varios, fruto del muy poco instruido gusto del sátrapa de los 14 años. Eclecticismo de parroquia cervecera.

Como hombre en la luna estuve varios días al punto de que el placer solitario más grande que me procuro, casi lo dejo postergado. Y no es el que usted está imaginando, fantasioso lector. No. Yo me regodeo a diario con y en la lectura de la prensa nacional. A veces a buena mañana. Otras, cuando el sol ya ha calentado las montañas, volcanes y colinas del frío Fraijanes. Por ahora vivo al buen tun tun de las circunstancias que decía Ortega y así dejo unas cosas para mañana y otras para hoy. Pero entre estas últimas no puede faltar un gran pocillo de leche con café y dos o tres diarios y revistas —depende del día— que inauguran el ciclo de lectura habitual. Después siguen —como ya le he contado— libros y más libros. Porque yo soy un lector-escritor. Sin la lectura de otros escritores yo no puedo producir lo mío. Para redactar una línea debo leer 10 mil ajenas, cosa que también le ocurría Borges —guardando las distancias, claro está— aunque él con gran dificultad, porque siendo ciego tenía que depender de otros. De su madre y de lectoras a las que enamoraba sabiendo que era impotente. Ciego y alevoso. ¡Lo que hace uno por leer!

Tan entre chamarras y ensoñando me encontraba que comencé a ver con desprecio la lectura de los diarios. Hubo un día en que casi no podía sostenerlos. Se me escapaban entre las débiles extremidades, ya un poco trémulas como las etéreas féminas de Agustín Lara y sus poéticas letras, propuesto para un Premio Nobel (post mortem) igual que a Juan Gabriel, después del plausible triunfo del señor Bob Dylan, tan admirado por los más importantes críticos y escritores guatemaltecos.

Y ahora no piense, lector, que voy a entrar en un lapso de victimización contándole que he transitado en tal situación: más solo que la una de la tarde, sin un alma caritativa, fraternal o amorosa que me acercara una taza de té a los resecados labios por la fiebre y que por ello me sentí muy desdichado.

Hace 20 años las manos se hubieran multiplicado. A las nuevas generaciones —si es que por un momento dejan el teléfono inteligente o la iluminante tableta—  debo contarles que yo fui un hombre bastante asediado por las señoras. Solteras y casadas y de distintas edades. Pero todo aquel asedio tan encantador se ha esfumado y me he quedado solo entre chamarras.

Todo esto aconteció —para ponerle broche de oro al asunto de la tremenda gripe con pulmonía— durante la semana en que arribé a mis 71 añitos. Y entré, entonces, en psicoanálisis porque no en balde estuve sometido a él —bajo el terrible estudio de varios psicoanalistas— durante la friolera de nueve años.

Estoy seguro de que hace como 30 o 40 años que no me daba gripe y menos del calibre de la que me invadió la semana pasada. Tuve una así hace mucho tiempo mientras pasábamos un diciembre —Navidad y Año  Nuevo— en la que antes llamábamos comúnmente la Ciudad de los Palacios y que hoy todo el mundo alude como el deefe mexicano. ¿Acaso era 1970?, puede ser. Y éramos Luz y yo: dos contra el mundo. Dos rebeldes que no se casaban, no tenían hijos, vivían así nomás y nos llevábamos muchos años de edad entre los dos. Y éramos felices y lo fuimos durante 25 años.

Entre chamarras prosaicas que no entre agitadas costuras españolas, continué el psicoanálisis. Ya es un hábito fatal esto de psicoanalizarme y psicoanalizar. Y pensé, entonces, si esta fiebre y este delirio en que a ratos caí durante la enfermedad, no fue el medio para recordar aquel viaje mexicano que, aunque transido por una munícipe gripe, fue uno de los placeres iniciáticos de mi vida con Luz. Una vida de muchos viajes interiores y exteriores que me permitieron escudriñar las articulaciones más profundas de mi vida y de las de mi compañera. Dos vidas dedicadas a la cátedra, a la investigación y a la creación literaria. Y a viajar por las arterias de cada uno, tan por fuera y tan adentro como las de las pinturas de alguien que conocí en aquel viaje: Frida Kahlo y su Casa Azul.

Mire, lector, lo que produce estar entre chamarras.

marioalbertocarrera@gmail.com