Gonzalo Marroquín Godoy
Tuvo que llegar una mortal pandemia para que los políticos se den cuenta qué, además de la Guatemala citadina y urbana, existe otra Guatemala.
Allá por el año 2015 se habló durante meses en el debate sociopolítico del momento sobre la Guatemala profunda. Llegó incluso a convertirse en un término utilizado de manera casual, pero el que muy pocos –hasta la fecha–, conocen o llegan a comprender en toda su dimensión, precisamente porque se trata de la vida que llevan millones de guatemaltecos en los cordones de pobreza que existen en la ciudad capital, pero sobre todo en los departamentos y en el área rural del país.
Para conocer esa Guatemala profunda basta con ir a los asentamientos de la capital, Chinautla o Villa Nueva, en donde los vecinos ni siquiera cuentan con un servicio decente de agua y viven en condiciones infrahumanas, muchas veces con riesgo de que sus covachas –porque no llegan a ser viviendas medianamente estructuradas–, corren el peligro de caer en un barranco todo el tiempo.
En el interior las condiciones llegan a ser más deplorables. Familias enteras que viven dentro de un rancho con cuatro paredes improvisadas y piso de tierra, en donde tienen que llevar a cabo todas sus necesidades básicas, como son dormir, comer y socializar. Como periodista de larga data, he sabido de esto desde mi temprana juventud. Luego, durante el conflicto armado y trabajando como corresponsal internacional, tuve oportunidad de verlo con mis propios ojos en comunidades aisladas en los departamentos de Quiché y Huehuetenango.
El contacto con esa realidad –entonces no le llamaban Guatemala profunda, sino simplemente la Guatemala marginada– me hizo tener siempre una inclinación hacia el tema social. Algunos creen que las personas que tienen esta sensibilidad son de ideología de izquierda. Están muy lejos de entender, pero sobre todo, de entender y aceptar lo que es Guatemala: un país en donde 7 u 8 de cada 10 personas viven en niveles de pobreza, en donde 1 de cada 2 niños sufre de desnutrición infantil crónica y, por lo tanto, tiene un futuro sombrío de subdesarrollo físico y mental, si es que logra sobrevivir más allá de los 10 años.
Quiero compartir con quien lee esta columna que ver esta pobreza es algo que siempre impacta, por más que uno la haya visto, que la conozca y entienda –lo que no quiere decir que la de por aceptada–. En todos los medios que he tenido la oportunidad de dirigir –7Días en televisión, Impacto, La Hora, laRepública, Prensa Libre, Siglo.21 y ahora Crónica– he tratado de mostrar esa Guatemala profunda, simplemente porque creo que solamente conociendo la realidad, aceptando el problema que representa y actuando, es que se logrará superar ese mal arrastrado por años y siglos.
Siendo director de Prensa Libre fui invitado por la organización Techo por mi País –ahora simplemente Techo– a levantar una humilde casa de madera para una familia pobre en Chinautla, un municipio al oriente de la ciudad en donde miles viven de manera miserable. La casa ha construir era muy sencilla, pero permitía a una familia disponer de un espacio más sano y sacar del rancho en que vivía, al menos, la cocina. Los hijos de aquella familia se bañaban en un afluente del Motagua, un río contaminado –lleno de caca, porque se nutre de las aguas negras que la ciudad capital vierte sin ningún tratamiento en la cuenca norte–, del que también extraen el agua para consumo de la familia.
No me cabe la menor duda de que alguno de aquellos niños que jugaban alegremente en el río ha de haber tomado ya rumbo a Estados Unidos, en busca de un mejor futuro que se le niega en su propio país.
Por cierto, ojalá que el gobierno del presidente Alejandro Giammattei empiece a tomar cartas en el asunto para ayudar a cerca de tres millones de guatemaltecos que viven indocumentados en Estados Unidos y que ahora no cuentan con el trabajo por el que viajaron, y mucho menos con la asistencia social que se da a los desempleados en aquel país. Muchos de ellos deberán volver si la situación se prolonga.
De esos cordones de pobreza salen los trabajadores informales, quienes trabajan en el campo, los empleados domésticos, los trabajadores ocasionales, aquellos que no cuentan con seguro social y quienes reciben poca atención social del Estado –educación y salud, principalmente–. Difícilmente sus ingresos familiares superan los Q2 mil.
El gobierno ha principiado a responder a la problemática social. Ahora empieza a darse cuenta de la magnitud del problema. Por todos lados que se intente dar cobertura, se están dando cuenta que son muchos los que quedan sin recibirla. Si son vendedores ambulantes, se pide informe a los alcaldes, pero casi el 90 por ciento de quienes trabajan así no están registrados. Son los más pobres de este sector. Si se trata de ayudar al adulto mayor, ahora se comprueba que ese ha sido un programa clientelar de los políticos. Muchos que están en este segmento poblacional, ni siquiera están registrados. Y así, en esta crisis del covid-19 salen y salen casos de pobreza que no se contemplan desde el Estado, que necesitan asistencia. Ahora hay que buscar soluciones improvisadas.
Eso no es culpa del actual Gobierno, es culpa de un anacrónico, corrupto, ineficiente y deshumanizado sistema político, que le ha dado siempre la espalda a las personas y que –¡OJALÁ¡– empiece a terminarse en Guatemala después del coronavirus.