Gonzalo Marroquín Godoy
Los extremos siempre son malos e impiden que se pueda avanzar. Además, en cada uno de los extremos –sean políticos, económicos o sociales– suele desarrollarse el fatal autoritarismo, que invariablemente pretende imponer estilo, forma de actuar y, en definitiva someter, al resto de la sociedad. Pocas cosas buenas pueden lograrse cuando un grupo, persona o corriente se impone sobre los demás.
Ahora mismo tenemos el ejemplo más claro a la vista: en Venezuela, el chavismo, representado por Nicolás Maduro, no soporta que exista oposición y, mucho menos, se atreve a dialogar en la búsqueda de soluciones a la crisis que enfrenta el país. O es el famoso socialismo del siglo XXI, o no hay opción. Ahora, para resolver el caos que impera, el gobernante venezolano pretende una nueva Constitución, a su gusto y medida –como en su oportunidad la hizo Hugo Chávez–, para seguir en el poder, sin importarle el sentir popular, que cada vez le es más adverso.
En Guatemala vivimos bajo las dictaduras militares casi todo el siglo XX, pero desde 1986 entramos en una era compleja y complicada, en la que se cambió el autoritarismo militar por una forma de democracia partidista, en la que una cúpula de la clase política, se alterna en el poder, siguiendo un esquema perverso y corrupto que se fue creando con el paso de gobiernos y partidos políticos de turno, de diferentes colores, pero de igual pensamiento en la forma de administrar el país.
(La pujanza de la capital, contrasta con el abandono
del interior. El cambio está en manos de la ciudadanía.)
El resultado de esta democracia –en muchos sentidos– ha sido igual al de los militares, aunque con diferentes estilos, marcados por la personalidad de cada gobernante.
Se ha avanzado, sin duda. Pero no necesariamente por políticas asertivas de desarrollo, sino más bien por la nobleza del país. Pero el fondo de los problemas socioeconómicos nunca ha sido atacado. Por eso lo que ha cambiado del panorama en el interior, obedece más al flujo de dinero que envían los migrantes de Estados Unidos, que a las políticas que brotan de cada Gobierno.
Por eso la pobreza extrema y pobreza siguen siendo dominantes en el país. La educación parece condenada a la mediocridad, cuando no a la ausencia. Son cientos de miles de jóvenes que no tienen oportunidades auténticas de desarrollarse, y por eso, muchos optan por salir en busca del sueño americano que, dicho sea de paso, se ha vuelto complicado y hasta sufrido por las políticas de un Mr. Trump obtuso y cerrado a la buena convivencia con sus vecinos. También extremista.
Ahora hay una conciencia y claridad ciudadana en el sentido de que el sistema político ha colapsado y debemos caminar hacia algo nuevo, diferente y refrescante. No hay que perderse, la nueva Ley Electoral y de Partidos Políticos no logra el refrescamiento necesario, pero al menos puede servir para que en el futuro se abra algún espacio que nos permita transitar hacia algo mejor –que no es muy difícil– y, ojalá, suficiente para iniciar el auténtico desarrollo que el país necesita.
Desde ya, hay que empezar a repudiar a los políticos tradicionales, a aquellos que han sido parte de la clase política, por más que ahora se presenten como antisistema.
Nos sucedió con FCN-Nación, que escondió su tradicionalismo, su línea militarista, y dio a un candidato sin trayectoria como opción. La historia debe servir para aprender y que no se repita… por más que no siempre sucede, porque tristemente, el hombre es el único animal que tropieza constantemente con la misma piedra –según el refrán popular–.
Hay que empezar a tomar conciencia sobre esto. El cambio solo podrá llegar con una actitud diferente de la ciudadanía, y para eso, hay que informarnos y pensar… pensar y escudriñar que hay detrás de cada opción, candidato, partido o corriente… ¡Ah! y rechazar los extremos.