El planeta está superpoblado y la humanidad –todos nosotros– nos comportamos como si lo que la naturaleza nos provee fuera inagotable. Literalmente lo estamos destruyendo…
Gonzalo Marroquín Godoy
En el año 1954 había una población mundial de 2,724 millones y Guatemala apenas tenía 3.5 millones. Ese año de convulsiones en nuestro país nací y esas eran las estadísticas poblacionales. En 1990 superamos los 5,000 millones y en el inicio del nuevo milenio pasamos la marca de 6,000 millones.
Ya para entonces era claro que no había conciencia sobre la importancia que tiene cuidar los recursos naturales. Las voces de los ambientalistas advertían sobre todos los problemas que se veían venir, pero los estados y las sociedades no se interesaban por tener una visión ambiental. La destrucción del planeta se convirtió en una constante hasta crear el desastre del cambio climático que ahora nos agobia.
La noticia de que hemos alcanzado los 8,000 millones de habitantes en la Tierra nos debe impactar. Me impactó a mí cuando le leí ayer. Por supuesto que hay que celebrar la vida, el nacimiento de una criatura, pero hay que lamentar la falta de sensibilidad de la humanidad –en general–, que no termina de comprender como un todo que hay que cambiar de actitud y debemos ser más respetuosos y cuidadosos con nuestro entorno ambiental.
Ahora mismo se lleva a cabo la cumbre del COP27, la cual ha destacado que se corre el riesgo de que el mundo pueda sufrir una gigantesca hambruna por falta de alimentos, lo que habría que sumar al calentamiento global que no cesa de manifestarse.
En esos foros se ven posturas en las que se desgarran las vestiduras y se clama por cambios, por alcanzar metas y demás. Sin embargo, son pocos los compromisos que cumplen las naciones, principalmente las más desarrolladas, que también son las que mayor huella ecológica han causado.
Entre las muchas cosas que se dicen y muestran en las cumbres ambientales, está el marcado deterioro de los océanos, esas masas de agua que absorben el 30 por ciento del dióxido de carbono que produce la humanidad, a pesar de lo cual son víctimas de una explotación acelerada e irracional, acompañada de la constante contaminación causada por los desechos sólidos que recibe, principalmente plásticos.
El planeta se agota, la población aumenta y la conciencia ambiental no corresponde a la realidad que vivimos.
En la COP27, los países pequeños y más pobres reclaman que haya compensación. No creo que habrá acuerdo, pero al menos cabe esperar un mayor compromiso para mitigar el cambio climático y detener el calentamiento global en un plazo razonable.
Mientras tanto, lo que los guatemaltecos debemos hacer, es exigir a nuestras autoridades –y pronto a candidatos– que incluyan el tema ambiental en sus agendas de gobierno. Es penoso, pero no son pocas las veces que escuchamos al presidente o al ministro de Ambiente decir que se hace esto o aquello, cuando en realidad no hay una política ambiental seria. Como sucede con las carteras de educación, salud, infraestructura y demás, se mantiene la práctica del menor esfuerzo, simplemente para gastar lo que se presupuesta cada año, porque ahí encuentras una veta de negocio.
Prueba de ello, entre muchas más, es el daño que provoca el río Motagua –convertido en vertedero de desechos sólidos a lo largo de su recorrido–, al llegar a las playas de Omoa, Honduras, en donde deposita toda esa porquería y contamina el océano Atlántico.
Atitlán, Amatitlán y los ríos del país son otra de las muestras de la falta de políticas ambientales, pero también se puede hablar de la contaminación del aire a causa de las emisiones de gas sin control, el pésimo manejo de la basura y tratamiento de aguas por parte de todas las comunas, sin olvidar que tenemos una lista de cientos de especies en peligro de extinción.
En realidad, lo hemos hecho mal a nivel global, pero también como guatemaltecos en nuestro pequeño entorno. Yo crecí viendo y escuchando que somos el país de la eterna primavera. Volar sobre Petén y otras regiones era observar una maravilla verde. Hoy, la Biósfera Maya pierde cada año miles de hectáreas de bosques, ya sea por incendios o destrucción provocada para cambiar la vocación de la tierra e introducir ganado u otro tipo de plantaciones. Esa selva petenera es reconocida como un pulmón del planeta, pero cada día se asemeja más al pulmón de un fumador.
En Guatemala hubo un movimiento ambientalista muy fuerte a finales del siglo XX y principios del XXI. Había voces que advertían todo lo que nos está sucediendo ahora y clamaban por mayor conciencia social, pero también por políticas públicas encaminadas a proteger nuestro entorno ambiental.
No faltó quién criticara aquel esfuerzo desinteresado de los ambientalistas: ¡Ecohistéricos!, gritaban con descalificación. Ahora se puede entender que esas voces tenían sentido. Hoy, cuando las imágenes apocalípticas son evidentes, debemos reconocer que hacen falta aquellos ecohistéricos, que nos advirtieron sobre todo lo que ahora nos agobia.
En fin, ya somos 8,000 millones de habitantes en el planeta. De esos, 18 millones somos guatemaltecos y debemos cuidar cerca de 108 mil kilómetros cuadrados. ¿Es mucho pedir?