ENFOQUE: El espíritu navideño…

Gonzalo Marroquín Godoy

Navidad es una fiesta muy especial. Es una celebración cristiana, que sin embargo no surge como mandato o sugerencia bíblica, sino más bien deriva de tradiciones paganas que en algún momento tomaron los cristianos para celebrar –simbólicamente– el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, considerado El Salvador.

Si no es algo bíblico ¿cuál es entonces el espíritu navideño?. Por supuesto que como suele ocurrir con la religión y la fe misma, cada quien puede tener su personal interpretación. Para escribir esta columna, medité sobre la mía particular, producto de una tradición familiar muy arraigada, en la que mi madre –que fue católica y murió evangélica–, mantuvo y nos la alimentó hasta el último año de su vida.

 Es una linda época en la que podemos compartir con nuestros seres queridos… y con las demás personas.

Cualquier estudioso de la Biblia sabe que Jesús trajo varios mensajes que quedaron para la posteridad. Casi todos giraban en torno a conceptos básicos: amor, paz, reconciliación y solidaridad –entre otros–. Trasladándolos a las fiestas navideñas, creo que es fácil convertirlos en el “espíritu de la Navidad”, sumado, por supuesto al centro de la festividad, como es celebrar el nacimiento de Jesús.

Entonces se puede decir que esos sentimientos son los que debemos compartir con el prójimo en estos días tan especiales, entendiendo que el prójimo más próximo es nuestro núcleo familiar, sin olvidar a las personas y amistades que nos rodean, incluso aquellos con los que tenemos poca relación y a veces no son más que personas a las que vemos cotidianamente en el trabajo o en la calle, algunas necesitadas de esos sentimientos que he mencionado.

La Navidad ha sufrido transformaciones a lo largo de la historia, hasta llegar a las que celebramos en el siglo XXI, exageradamente marcadas por el consumismo, al extremo que para muchas personas es más importante el regalo que puedan dar o recibir, que compartir un momento tan especial o ayudar a otros a que tengan ese momento.

Por supuesto no tiene nada de malo dar, intercambiar o recibir regalos, siempre y cuando esto no se convierta en la esencia de las fiestas. En la casa de mi familia, mi madre se esmeraba en la decoración del árbol –que sus 10 hijos veíamos cada año como “el arbolito navideño más lindo del mundo”–. Nunca faltaba el tamal ni los regalos, pero lo más importante era siempre que compartíamos aquellos momentos con alegría y amor.

Si bien era más por tradición que por fe, nunca faltaba el nacimiento, que –eso si–, ponía a Jesús en el centro de las fiestas. La figura de Santa Claus también se hizo familiar para nosotros. En aquella marimba de niños y patojos, es lógico que solo los más pequeños creían en el sonriente y bondadoso personaje con su tradicional jo jo jo. Todo eso se convirtió en una valiosa herencia materna.

Hoy, supongo que los sus descendientes disfrutamos de estas fiestas por aquello que nos inculcó la Unta –así le pusieron a mi mamá los nietos–. Añoro sus gestos de amor hacia nosotros y para con el prójimo; añoro su capacidad de perdonar y de ser solidaria siempre con los más necesitados, aún cuando en la casa no hubiera abundancia; añoro los sacrificios que ella hacía por sus hijos, como añoro su rostro feliz cuando mostraba el fruto de aquel esfuerzo realizado para decorar la casa –con su toque navideño tan especial– primero para los diez hijos, pero luego para sus nietos y bisnietos.

Estoy seguro que la herencia que ha dejado a la prole se sigue trasladando de generación en generación. Puede faltar el árbol o algunos de los adornos navideños, pero nunca debe faltar la esencia del espíritu navideño. Que cada uno de los lectores pueda en esta Navidad abrazar a sus seres queridos y compartir con ellos amor y paz… esa paz que, como dijo Jesús, sobrepasa todo entendimiento, porque puede prevalecer en las personas a pesar de los turbios entornos que solemos crear. ¡Feliz Navidad para todos!, que bendiciones como las que he compartido estén en sus hogares.