Los casos de Venezuela y Guatemala son diferentes, aunque ambos están bajo con denominador común: el sistema judicial se utiliza como arma en contra de principios y valores democráticos.
Gonzalo Marroquín Godoy
La democracia es el sistema político por medio del cual se deben garantizar la igualdad, la libertad, la participación ciudadana y el respeto a los derechos humanos. Es el sistema político diseñado para que el pueblo delegue su soberanía en los tres poderes del Estado por medio de elecciones que necesariamente deben ser libres, transparentes y periódicas, para garantizar la alternancia en el poder.
Venezuela y Guatemala tienen, supuestamente, sistemas republicanos democráticos, con tres poderes del Estado que, en teoría, deben actuar con independencia y provocar un equilibrio que impida abusos, corrupción, y ponga los correctivos necesarios cuando se irrespete la voluntad popular expresada en las urnas.
Cualquier analista político puede llegar a la conclusión de que, si el sistema de justicia no funciona, la democracia entera deja de ser funcional y son muchos los problemas políticos y sociales que pueden provocar a cualquier país y su sociedad en general. Hay quienes son más contundentes y simplemente afirman que: Sin justicia no hay democracia.
Veamos entonces lo que sucede en estos dos países, en donde la justicia actúa totalmente en contra de la voluntad popular y, en estos momentos, es utilizada por las fuerzas antidemocráticas, con el fin de impedir que la voluntad popular expresada en las urnas se respete.
Nicolás Maduro –aquél que hace como los de Jalisco, que cuando pierden arrebatan–, es el “amo y señor” de Venezuela, por lo que ha podido utilizar al Tribunal Supremo para que ratifique su “triunfo” en las elecciones, en medio de una avalancha de pruebas que desnudan el burdo fraude electoral con el que pretende continuar en la presidencia, por encima de la explosiva ola de oposición que encabezan María Corina Machado y el ganador de las elecciones, Edmundo González.
En este caso la tarea de Maduro no ha sido una tarea complicada, pues el Tribunal Supremo, encabezado por su presidenta Caryslia Rodríguez, no es más que una institución al servicio del chavismo, que actúa de manera obediente y jamás deliberante. Recibió la orden del mandatario de intervenir y “rescatar” la “democracia” y los magistrados fieles obedecieron las órdenes de su presidente y dieron un manotazo contra la oposición y el sistema democrático.
Recordemos que la oposición ganó con una ventaja de casi tres a uno y pocas horas después de las elecciones del 28 de julio, el mundo conocía las copias de las actas de las urnas electorales, fueron colocadas en un sitio web en internet, para mostrar que los resultados oficiales de la votación no eran otra cosa que un fraude a favor del gobernante.
Maduro utilizó al Supremo para validar lo que el mundo sabe que no sucedió. Manipula la justicia en su intento por prolongar la dictadura y, eventualmente, justificar la persecución política de los líderes opositores e incluso reprimir al pueblo.
Bernardo Arévalo en Guatemala, enfrenta a su vez los embates del poder judicial, que ha buscado –sin lograrlo– declarar fraudulentas las elecciones de agosto de 2023, cuando una amplia mayoría le dio la victoria al candidato que tuvo un discurso anticorrupción, frente a una de las candidatas de la entonces llamada “alianza oficialista” que por medio de al menos tres candidaturas presidenciales quería garantizar la permanencia en el poder, cosa que impidió el voto popular.
Ahora el presidente y su equipo de trabajo están bajo acoso judicial, con un Ministerio Público encabezado por Consuelo Porras, quien buscar cualquier vía para criminalizar a funcionarios gubernamentales, incluso llegando al extremo de pedir que se le retire la inmunidad al gobernante y sea sometido a un juicio político en la Corte Suprema y el Congreso.
Aquella alianza oficialista, convertida ahora en “opositora” ha cerrado filas en torno a Porras, mientras que Arévalo cuenta con el apoyo popular y el respaldo sólido de la comunidad internacional, pero enfrente tiene a las cortes, la fiscalía y demás instituciones del sector justicia, coludidas en el mismo afán de tumbar o entorpecer la labor del presidente y su Gobierno.
Una ley impide que Arévalo pueda destituir a la fiscal general, quien resulta ser la única funcionaria en el país que no rinde cuentas a nadie y tiene la fuerza para desafiar y perseguir al Ejecutivo.
En Venezuela y Guatemala la democracia está en crisis. Hay diferencias en ambos casos. En el país sudamericano la justicia responde directamente a la dictadura chavista y Maduro. En Guatemala, la justicia está en manos de fuerzas oscurantistas políticas que, sin embargo, perdieron el poder Ejecutivo en las urnas y por eso, tratan de traer al traste al Gobierno de Arévalo.
En ambos casos, el sistema judicial manipulado por fuerzas políticas, deja de actuar con equidad, irrespeta a la ley, retuerce el concepto de Estado de Derecho y va en contra de la voluntad ciudadana –incluyendo, por supuesto, el voto popular como máxima expresión democrática–. Eso sucede Venezuela y Guatemala, en donde se viven momentos de mucha tensión y la democracia camina por la cuerda floja.
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