Hace algunos años, hablando con un amigo sacerdote que vive profundamente su fe, me contó de cierto grupo de religiosas enclaustradas que se mantenían en oración constante, desde que se levantan en la mañana, hasta que se acuestan en la noche. Viven rezando. Esa es su vida. En ese momento, cuando lo dijo, una parte mía se abrió y trató de entender lo que escuchaba, y, como si fuera por arte de magia, imaginé cómo sería una vida dedicada a la oración. En eso, mi amigo, el sacerdote de esta historia, volvió a decirme: Las oraciones son los hilos mágicos de la fe que las mantienen conectadas con Dios.
Mi abuelita, la mamá de mi mamá, doña Lucita, después de enviudar, tomó el hábito de las franciscanas. Nunca logré explicarme qué significaba ese cordón blanco con nudos que llevaba alrededor de su cintura, y que escondía debajo de su vestido. Cuando mi abuelita rezaba en la iglesia, su concentración era tal, que yo sentía que se iba a elevar del suelo. Estando hincada, con lo ojos cerrados, y con las manos unidas en señal de plegaria, movía los labios y hablaba en un lenguaje que yo no entendía, no por raro, sino por silencioso. Era apenas un susurro, pero no paraba. A mí me impresionaba tanto que, en mi mente, me oía a mi mismo diciéndome: está hablando con Dios. Dichosa. Era algo tan sublime, que, dentro de mí, anhelaba algún día poderlo hacer de verdad yo también. Pero había algo en mí que se negaba a estar en ese estado de gracia. Sin embargo, envidiaba a aquellos que podían lograrlo.
Lo cierto es que, una vez salía del mundo de mi abuelita y del cordón de franciscana, el mundo que me rodeaba era totalmente al revés: se parecía más a un manicomio. En lugar de las oraciones existía un lenguaje vulgar donde nada tenía sentido y donde todo se despreciaba y se convertía en pura tapa. Había, pues, que vivir en dos mundos al mismo tiempo. Uno sacrosanto y otro vulgar que no dejaba ni a las ratas bien paradas.
Después, con el tiempo, llegué a conocer más del poder que tiene el lenguaje y las palabras que usamos, para ir poniendo al mundo que se nos aparece frente a nosotros a cada momento. Hice, así, este descubrimiento que me dejó realmente anonadado:
Vi que la vida era como un enorme edificio que se ponía frente a nosotros a cada momento y nos invitaba a entrar. Pero, para entrar al edificio, había que abrir las puertas que lo mantenían cerrado al resto del público. El problema era que las tales puertas tenían llave y, a la par de cada puerta, había un letrero que decía: Esta puerta se abre hablándole. Así que, sorprendido, vi cómo venía un puño de gente que lograba entrar por una puerta negra y fea, estrecha y llena de púas, y que se abría si se usaban las malas palabras, desde las más inocentes hasta las más soeces. Pero se abrían. Las otra puertas, las que estaban iluminadas y despedían un atractivo por su sencillez, no se abrían. La gente pasaba y nada ocurría. De pronto, para mi sorpresa, pasó un grupo de niños que iban cuidados de sus abuelos, y las puertas maravillosas se abrieron y, lo que pude ver, era que adentro había mucha luz y colores, como si adentro habría una gran celebración. Oí las últimas palabras, y fueron éstas: Dios te salve María…
Por supuesto que el mundo de afuera del edificio seguía siendo el mismo: frío, absurdo e infernal, pero me agradó saber que la vida le daba a uno la oportunidad de abrir los mundos donde uno, sin querer, o queriendo, podría entrar y vivirlos. Ese es el poder del lenguaje, ese es el poder de la palabra. Ese es el poder de la oración.
Al revisar si lo que yo estaba pensando tenía algún sentido, encontré que, precisamente, ese grado de fineza espiritual, esa manera de pasar por el ojo de una aguja, ahora lo impulsan la meditación, el yoga, las distintas religiones desde oriente a occidente, y que tiene que ver esta nueva manera de ver la vida: Además de ser partículas fragmentadas, todos nosotros tenemos en nuestro poder la capacidad de llegar a tocar al universo, y a Dios, si entramos en contacto con nuestro ser de onda. Claro que hay que hacer un sacrificio, y es que, como ondas, no podemos seguir llevando encima de nosotros a la tonelada de prejuicios que conforman nuestro ego —esta idea es clave en la nueva física de los Quanta—. ¿Qué le parece?