Parecía que, con la columna anterior a esta, había ya agotado —dentro de lo que son los límites del periodismo y sus pequeños espacios— la foto en volandas —un mero croquis y no una pintura total— del narcisista paranoico —de tiempo completo y pagado de sí mismo— al escribir sobre Donald —a secas— en mis tres últimos artículos. ¡Pero no es así! Hay más de qué hablar al respecto.
El próximo presidente de los EE. UU. se encuentra entre los finalistas mundiales de estas justas psicóticas, pero también concursaron y conquistaron sitiales de honor: Gengis Kan, Iván el Terrible, Atila, Hitler, Francisco Franco, Carlos Manuel Arana Osorio, Efraín Ríos Montt o Romeo Lucas García. Cada uno —en su categoría paranoide— beben de la misma fuente sangrienta y del mismo abrevadero inclemente que les otorga un denominador común: la impiedad y el gozo supremo con el dolor ajeno. Son intolerantes, agresivos y fanáticos —hasta el fundamentalismo— algunos.
Mas acaso quien está por sobre todos estos orates desenfrenados y narcisistas es el Kaimán Barbado, como lo bautizara justificadamente —con todo el odio del mundo— Guillermo Cabrera Infante en Mea Cuba (1992); un libro redactado en Londres para hacer catarsis profunda —si las hay— cuya fuente fue la psicosis de Cabrera Infante, provocada por el exilio a que lo condenó Fidel —también a secas— un paranoico absoluto y prima dona del asesinato y el crimen masivo —dotadísimo Nerón—. Condenó, a lo mismo, a Severo Sarduy y a Reinaldo Arenas, mientras que se quedaron en el exilio interior cubano —a maldito fuego lento—José Lezama Lima Y Virgilio Piñera. No entran en esta categoría quienes se asimilaron al régimen y le doraron la píldora al Kaimán: Alejo Carpentier y Nicolás Guillén. Me estoy refiriendo sólo a los ínclitos del parnaso cubano, a escala de José Martí y Julián del Casal.
Cabrera Infante nunca le perdonó al Kaimán Kubano el haberle arrebatado —al salir para siempre exiliado sin retorno— ¡su!, La Habana frívola y profunda, donde Cabrera Infante desarrolla alucinadamente Tres Tristes Tigres, una especie de Ulises, donde Dublín se tropicaliza. Esta novela ha servido de modelo a ¡tantos!, hispanoamericanos y no digamos guatemaltecos. El habla de Los Compañeros del Bolo no es más que un guatemalteco trasunto de TTT.
Es el caso de hablar —ya que estamos en esas y antes de continuar con la narcisoparanoia de Fidel— de José Lezama Lima, que conmueve hasta el tuétano a todo aquel que admire su Paradiso. Una de las tres mejores novelas de Hispanoamérica de todos los tiempos. Un Joyce, también, pero de otro modo y con varias gotas del té de Proust. Lezama —gay como Arenas, Sarduy y Piñera— ¡timorato y pusilánime de condecoración!, agachó la cabeza mansamente —sabiendo que Paradiso es superior a todos los insultos y vejaciones del Kaimán-—y esperó la muerte —resignado— sabiendo que primero se dejará de hablar de Fidel, que de Lezama, en el año 2050 o 2100.
Para sostenerse en el trono de Atuey durante casi 60 años —una Isabel II aguantadora, pero él sí con poderes absolutos— Fidel tuvo que padecer gloriosamente una paranoia narcisa de 24 quilates. Sólo la seguridad de un padecimiento del que no era paciente —y el insensato fanatismo de su creencia en que el marxismo y el comunismo son la salvación del mudo, sin poner en duda las acciones éticas de su persona ni de sus creencias— pudieron haberlo conducido a retar a la potencia de las potencias imperiales y salir triunfador ¡hasta la muerte!
Visité Cuba en 1982 en plenitud de la guerra fría. Fui a ver a Manuel Galich. Él me contó del Bolo… y asqueado me narró la génesis de Los Compañeros. A pesar de mi admiración por el gran dramaturgo, él no vivía como el cubano de 20 o 30 dólares al mes, sino mucho mejor. Nuestro escritor acaso no padeció como Lezama…
Fuimos a hospedarnos, con Luz, al hotel Nacional. Con nuestro propio dinero. No fuimos invitados por el gobierno cubano. Tampoco cuando incursionamos ¡curiosos!, tras la cortina de hierro, en varios países prohibidos para nosotros, pero encontramos la manera de colarnos. Las buenas agencias internacionales, de viajes, lo arreglan todo.
Tal y como lo escribí en numerosas crónicas en El Gráfico, La Habana y algunos lugares de sus alrededores me dejaron espantado. Los niños me pedían chicles y dulces, y los adolescentes me suplicaban que les vendiera el jeans que llevaba. Y a la vez me preguntaban donde había fabricado músculos, porque en La Habana no había físico culturismo ni gimnasios. Pero tampoco libros. Sólo los que el sistema autorizaba. Ni periódicos. Sólo el Granma. Nadie podía hablar ni escribir si era para criticar a Fidel, al sistema o a la realidad cubana.
También es cierto que quedé estupefacto con la liquidación del analfabetismo. Guatemala entonces tenía más del 50% de personas sin leer ni escribir. Todos gozaban, en Cuba, de una salud pública maravillosa. Sin robos ni asaltos. Seguridad total. Como hasta hoy o mejor.
Y entonces me pregunté angustiado ¡casi desesperado! ¿Qué es más importante: que todos lean, pero que ninguno pueda decidir qué leer? ¿Leer sólo lo que otros deciden lo que es bueno o malo?
Si no fuera escritor, leer y escribir libros ¡en y con libertad!, no sería tan importante. Socialismo o libertad: he allí el dilema. Cuando Salí de la Cuba del Kaimán juré no volver. Me di cuenta de que el comunismo es para santos silentes, y yo no lo soy. Yo soy el libertino liberal que admira a Marx: ¡qué contradicción!