Mario Alberto Carrera
Con los medios masivos de comunicación social –a la hora de preguntarnos sobre quién los maneja, de quién dependen, a quién sirven y cuál es la naturaleza de lo que presentan como la verdad- nos ocurre que caemos en un hondo cazo de perturbaciones y en un mare magnum de hipótesis. Podríamos decir que las últimas instancias de lo que persiguen, se esconden en los más opacos manejos de algo que jamás podríamos pensar que es un mafia, pero que lo es.
Su existencia es una necesidad social. Sin ellos, el planeta quedaría en silencio. Así presentados, nos parecen una de las cosas más trascendentes que pudieron ocurrir después de la imprenta y de la conocida como la era de Gutemberg. Sin embargo, aunque el libro –de manera simbólica puede llegar a ser un objeto perverso- raramente deviene así. En cambio, los medios masivos de comunicación, rápidamente dieron una voltereta y cayeron en el desbarrancadero del doblez. Ello los ha llevado a una suerte de comercio vil, en el que se alquilan y se venden al mejor postor. Elegante o rastreramente.
Quien los llega y los puede manejar –genialmente, sin que parezca que están siendo manejados- puede derivar en conductor de las sociedades y los Estados. Y ser como un gran taumaturgo-titiritero. Con ello le estoy otorgando a tal conductor –como una hipótesis muy personal, no se alarme querido lector- la más amplia capacidad política de todos los tiempos. Este diría -Ortega y Gasset si reviviera- que es el nuevo tema de nuestro tiempo. El tema universal por antonomasia si, a lo que acabo de decir del gran conductor, añadimos la aún no bien ponderada tesis de George Orwell, en su iluminante libro 1984, en el que crea al Big Brother, personaje que controla al mundo desde unas pantallas de televisión –que bien podrían ser el monitor de las computadoras- o las pantallas más chicas de su tableta o su teléfono inteligente. Creo que en todas las escuelas y facultades de ciencias de la Comunicación guatemaltecas, deberían montar seminarios en torno a 1984. Yo me ofrezco a impartir uno.
Acaso por todo lo que he dicho arriba y olfateando consecuencias tal vez no previsibles en toda su intensidad, algunas personas muy conscientes del país -y algunos periodistas y escritores, aun no contaminados con la compraventa y alquileres que se cotizan en el puerco mercado de los medios- miran el maremoto que se avecina de manera tremendista, porque, a lo que ya he explicado arriba, se le unen los otros dos elementos que integran el titular de esa columna: la nueva carga tributaria y la Alianza para la Prosperidad, que suena a la vieja y disoluta Alianza para el Progreso.
Los medios de comunicación, con las redes sociales, que son las más fáciles de engañar porque están llenas de babosos; y los babosos que integraron las manifestaciones de la Plaza, creyendo que estaban haciendo más patria que doña Dolores Bedoya y sus cohetillos, serán los encargados (algunos sin que se den cuenta porque son estultos) de portar -o ya la portan de divino modo, y envuelta en huevo- la ensartación de la nueva carga impositiva que -el cómico y los nenes- creen que es el trabajo más genial de sus últimos tiempos, pero que, nos revirará, como el mejor de los bumerán, al consumidor final. Además, se trama –ya hace días- de presentarnos la divinísima Alianza para la Prosperidad, como el tratado o el pacto (que esto es lo que quiere de esa voz) mejor terminado y trabajado entre el coloso del Norte –como se le llamaba en tiempos de Big Stick- y el Triángulo Norte de la esmirriada Centroamérica.
La Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centro América ha sido presentada -por los medios de comunicación, en contubernio con el CACIF, la Embajada, los países cooperantes y acaso tangencialmente con la CICIG- como si fuera una perpetua caída del bíblico maná, sobre nuestras hambrientas bocas, en nuestras panzas llenas de parásitos y sobre los hediondos harapos con que nos cubrimos.
Los medios presentan la Alianza para la Prosperidad en un envoltorio maravilloso: algo así como 100 o mil millones de dólares si hacemos todo lo que nos dicen en inglés, incluso ponernos de culumbrón (salvadoreñismo aceptado por la Academia). O peor que esto: convertirnos en una especie de protectorado, donde la tan parloteada soberanía quede en el sombrero de un asno, de los que se pasean por el Trifinio; y que el saqueo de nuestras minas o de nuestras hidroeléctricas se haga a mansalva, en nombre de la protección, la seguridad, la limpieza social y la estabilidad institucional y el cacareado Estado de derecho, que el nuevo Leviathán del Triángulo Norte, ofrecerá a las tres nenas, para entonces ya entregadas, es decir cooptadas según el bobito colombiano, al poderoso galán rubio, blanco y ojizarco, como Donald Trump, el primo de Ronald McDonald y su amburtiesa.
Tenga cuidado querido lector. Y cuando encienda, abra o se interconecte con un medio, piense que atrás del texto oral o escrito puede estar el Big Brother metiéndole gato por liebre con los de la Alianza para la Prosperidad o con su otro juego infernal: el del alza tributaria, cuyas propuestas -los del CACIF- piden dos años para estudiarlas…
El Big Brother es el descubrimiento de los descubrimientos y, aunque a veces el texto de 1984 se vuelve cansón y pleonástico, hay que estudiar este libro con amor, para descubrir cuándo nos quieren poner como vieja escupidera de corredor.