EDITORIAL: La impunidad, el mejor alimento para la corrupción

De manera sencilla se puede decir que la corrupción es el abuso del poder en la función pública para el enriquecimiento personal o de grupo. Este mal, que es una especie de cáncer en cada sociedad, es tan antiguo como el ser humano. Hay documentos históricos de actos de corrupción en el Imperio Romano, en la antigua Grecia y, seguramente, hubo corrupción entre los egipcios, los mayas y otras culturas. Unos más y otros menos, pero corrupción siempre ha habido.

En la medida que las sociedades se fueron organizando y surgieron las naciones como las conocemos hoy en día, brotó la legislación y en ella –cada vez con más fuerza–, se contempla el castigo para aquellos que abusaran del erario público en beneficio personal o particular. Aún así, la corrupción ha continuado y en algunos países con más fuerza que otros, precisamente en aquellos en los que el sistema de justicia es más débil y su sociedad es más permisiva.

En octubre de 2003, en el seno de la ONU se aprobó la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, de la cual Guatemala es uno de los signatarios –se adhirió el 9 de diciembre de ese año y el Congreso la ratificó en diciembre de 2006–.

En ese documento, se expone de entrada que es una respuesta internacional por estar preocupados por la gravedad de los problemas y las amenazas que plantea la corrupción para la estabilidad y seguridad de las sociedades al socavar las instituciones y los valores de la democracia, la ética y la justicia y al comprometer el desarrollo sostenible y el imperio de la ley.

Perfecta descripción del problema que crea la corrupción para cualquier nación, pero en especial para aquellas que, como Guatemala, enfrentan una realidad de subdesarrollo, pobreza y falta de oportunidades para la mayoría de la población.

A partir de dicha Convención, se ha planteado el mundo la importancia de combatir la corrupción. En nuestro país, poco se había hecho en esa dirección, toda vez que el sistema político ha creado –y se estaba fortaleciendo– un entramado sólido de impunidad, con participación de estructuras criminales que controlan a magistrados, jueces y tiene vínculos con diputados, partidos políticos, empresarios y particulares.

Ante la falta de acción de la Justicia, los actos de corrupción permearon en muchos segmentos de la población, hasta convertir todo ello en una especie de tumor gigantesco que, necesariamente, requiere de una intervención radical para extirparlo. Con los tres poderes del Estado infiltrados por estructuras criminales –de diverso tipo–, no ha sido fácil avanzar en la lucha contra la impunidad. Aún hay quienes vociferan contra el MP y la CICIG y reclaman los “derechos” –que los tienen– de los detenidos, obviando mencionar el daño que han causado a toda la sociedad por sus acciones u omisiones, encaminadas a permitir el enriquecimiento propio o de terceros.

La fuerza de quienes están a favor de la impunidad es grande. ¡Por supuesto!. Es poderosa precisamente porque cuenta con el poder del Estado, mientras que en el lado de quienes quieren que la corrupción se combata con energía, hay fuerzas de la sociedad, la comunidad internacional y algunos líderes que se atreven a desafiar la corriente del poder político y económico.

El mundo está principiando a cambiar con esa exagerada tolerancia social que ha existido. Prueba de ellos es que numerosos presidentes latinoamericanos se encuentran hoy en la cárcel o están siendo procesados por actos de corrupción, algo impensable o muy extraño en el siglo XX.

En Guatemala la batalla ha avanzado, pero no se ha ganado la guerra y parece lejos esta posibilidad, lo que no quiere decir que hay que bajar los brazos y dejar que vuelva a triunfar la corriente de impunidad. Al contrario, hay que tomar conciencia como sociedad, como personas individuales, de la importancia que tienen los pueblos en las democracias modernas. No basta con votar cada cuatro años, hay que participar y ser activos en el medio, con el fin de recordar a los políticos que el país no es de ellos y que los funcionarios públicos no se convierten en propietarios del país, sino deben ser sus servidores.