Una decena de terroristas fanáticos han acaparado la atención del mundo. Han conseguido todos los titulares, las primeras planas y los horarios centrales.
No es para menos, pero, que no sea más que eso.
Que no hay que darles tregua. Que hay que combatirlos en forma permanente y en todos los sitios. Sin duda.
Pero que no nos lleven a su terreno. Que no alcancen su propósito de acabar con las libertades y la democracia.
Que no logren imponer un estado de sitio universal.
¿Es que hay que aflojar la mano? Por cierto que no. Habrá que ser muy duros, pero nunca perder el equilibrio. Que eso es lo que pretenden. Hay que vencerlos, sí, pero no a cualquier costo. Si para vencerlos sacrificamos y perdemos todo aquello que hace y enaltece a nuestra civilización -la civilización de la libertad y de la democracia- , entonces, vencieron ellos.
No podemos dejar que el miedo nos domine; que el terrorismo nos aterrorice. Pero, por sobre toda las cosas, no dejemos que nos hagan perder la cabeza. Que no seamos como ellos y acabemos con todo lo que ellos quieren acabar.
El problema no es la bomba, sino su onda expansiva. No hay que dejarse llevar por los efectos explosivos ni sus corrientes destructivas de después.
Eso, por supuesto, no implica retroceder, paralizarse o descuidarse. No descuidarse ni después, ni antes.
Es en el antes que comienza el juego, y es ahí que hay que ganarlo. Es en la cola en el aeropuerto, ante las medidas de seguridad a que son sometidos los pasajeros, por ejemplo. Estos son revisados no con ánimo de molestarlos, por cierto, sino con el fin de evitar que estalle una bomba en el avión que van a abordar.
Sin embargo, un número importante se queja y protesta. Muchos, porque no se dan cuenta; una gran cantidad, simplemente por tontos, pero hay un buen número que lo hacen con fines subversivos, para crear insatisfacción, para generar reacciones contra el sistema.
Y esos, que en estos días y por unas horas van a permanecer callados, rápidamente van a reaparecer: y lo van a hacer en las colas de los aeropuertos y en todos los lugares en los que se prodigan y desde los cuales envían sus mensajes de protesta.
Comienzan con una condena al atentado, para seguir luego con la búsqueda de elementos que, en alguna medida, explican el por qué de la bomba, luego la justifican y, finalmente, concluyen que era la respuesta que correspondía.
Esto es, no se trata de no defenderse, sino de no confundirse ni de dejarse confundir.
Los que ponen bombas no pueden ser guerrilleros, revolucionarios, luchadores sociales o legítimos dueños de territorios o riquezas, en algunos lados, países o continentes; y terroristas, delincuentes, bandas criminales, asociaciones ilícitas para delinquir, paramilitares y ultraderechistas, en otros. Todos son iguales, todos van por lo mismo. Todos quieren el poder; quieren el poder total e imponer su verdad. Todos van contra la libertad.
Una bomba suena igual y mata igual en Jerusalén y en Bogotá; en San Sebastián y en el Líbano; en Nueva York y en El Salvador; en un avión o aeropuerto; en un ómnibus con escolares en una aldea; en la capital del mundo y en un restaurante o un café, sea de París o de Tel Aviv.
Y no es cuestión de hablar y apelar a la paz. Todos estamos por la paz. Ojalá el mundo viviera en paz. Pero no es lo que pasa. La paz no puede coexistir con la intolerancia. Tampoco se puede transar con la intolerancia. No se puede negociar con los fanáticos y con los intolerantes; no es posible: la única verdad que admiten es la de ellos. ¿ Hasta cuánto hay que ceder, cuánto hay que darles -y reconocerles- a los que tiran bombas?
No. No se trata de paz, se trata de combatir el fanatismo, de combatir el terrorismo, de enfrentar la intolerancia, y se trata de justicia. De hacer justicia con quienes le hacen daño a la humanidad. Pero cuidando, eso sí, de que sea una justicia justa; es decir, pareja. Que no tenga una vara cuasi de rendición -la paz merece ciertas flexibilidades en la justicia- y otra de revancha implacable.
No es fácil combatir a fanáticos, a quienes operan a traición y en las sombras. Y, sin duda, en ese combate no es fácil mantener el equilibrio. Y el equilibrio, como decíamos, significa tener presente en todo momento que se está combatiendo a aquellos que están contra la libertad y los derechos humanos, por lo cual, ello, es lo primero a preservar, aun en plena guerra.
No se puede negociar con los fanáticos ni con los intolerantes; no eds posible: la única verdad que admiten es la de ellos.