“… el grupo mínimo de mercenarios nunca representó una amenaza militar y el heroísmo de los jóvenes politécnicos lo demostró con creces, pues tan solo alrededor de 150 efectivos (en su mayoría cadetes adolescentes) lograron derrotar y devolver la humillación recibida a 1,200 “liberacionistas” apostados en el Hospital Roosevelt, a quienes obligaron a desfilar con las manos en la cabeza hasta la estación del ferrocarril, donde los metieron en un tren con rumbo a oriente, para que se regresaran por donde habían venido.” . |
El recién pasado 2 de agosto se cumplieron 68 años del suceso conocido (y desconocido por muchos) como la “Rebelión de los Cadetes”. En el previo de aquel lejano 1954 se debe recordar que el 27 de junio por la noche, el presidente democráticamente electo, Jacobo Árbenz Guzmán, se dirigió a la población guatemalteca a través de la radio gubernamental, anunciando su renuncia.
Días antes, el 18 de junio de ese mismo año, huestes mercenarias al mando del coronel Carlos Alberto Castillo Armas –CACA– respaldado por el gobierno hondureño, entraron en territorio guatemalteco. Pero la estrategia principal del ataque estuvo a cargo de aviones conducidos por pilotos estadounidenses (los famosos “sulfatos”) con bases en Honduras y Nicaragua, que arrojaban volantes, panfletos y posteriormente bombas y metralla en diferentes partes del país, sembrando el caos y terror. Por su parte, la Central de Inteligencia Americana –CIA– coordinó incursiones aéreas y organizó una campaña de desinformación que agigantó la invasión del pequeño grupo mercenario, llamándolo Ejército de la Liberación, el cual, en realidad, permaneció cómodamente inactivo cerca de la frontera con Honduras.
El ejército guatemalteco prácticamente no combatió la agresión y sus principales comandantes se plegaron, por las buenas o por las malas, a las presiones de John Peurifoy, embajador norteamericano en Guatemala, los hermanos Dulles: John Foster, secretario de Estado y Allen, director de la CIA.
Después del arribo de Castillo Armas, el grupo invasor, mal llamado ejército liberacionista, se instaló en el edificio en construcción del Hospital Roosevelt. La presencia de los mercenarios, que se pavoneaban por la capital alardeando de su triunfo sobre el ejército nacional, provocó rechazo en gran parte de las filas del ejército guatemalteco, que se sentía humillado y deseaba expulsar a los liberacionistas. Mismo sentimiento acogían los alumnos de la Escuela Politécnica, sobre todo los más jóvenes (entre 15 y 17 años).
Si bien el levantamiento devino en político, sus causas originarias no lo fueron; veamos:
- Los jefes militares que habían pactado con los “liberacionistas” ordenaron que los caballeros cadetes rindieran honores presidenciales al que días antes, era conocido como un traidor, cuando éste arribó al Aeropuerto La Aurora proveniente de El Salvador. Al descender del avión el caudillo del movimiento invasor –Castillo Armas–, la actitud bélica de sus acompañantes, así como de otros seguidores “liberacionistas” en contra de los caballeros cadetes, logran empujar a la bandera con su portaestandarte y escolta, separándolos del resto de la compañía, lo cual representó una grave afrenta.
- Los jóvenes injuriados reciben una fuerte reprimenda del nuevo director de la Escuela Politécnica, Jorge Medina Coronado (en lugar del depuesto Paiz Novales) nombrado por el gobierno espurio entrante, por “haber permitido que los liberacionistas les quitaran la bandera”. Como castigo, les obliga a regresar corriendo (no marchando) desde el aeropuerto hasta la Avenida de La Reforma. Luego los obligan a seguir corriendo hasta la medianoche con el fusil en posición “porten”, uniformados de gala. Los gallardos cadetes cumplen el castigo, totalmente extenuados, al extremo que algunos se desmayaron al finalizar.
- La noche del 31 de julio, varios cadetes son humillados en un prostíbulo llamado “El Hoyito”, situado en la Colonia Lima de la zona 4, cerca de donde hoy es el IGA, por parte de “liberacionistas” armados con subametralladoras, mientras los jóvenes no lo estaban. No solo les quitaron sus espadines a los antiguos, sino que los obligaron a actos degradantes, mientras les disparaban cerca de la cabeza y los pies para amedrentarlos. Después de esto, el nuevo director de la Escuela Politécnica vuelve a castigar a los ofendidos, degradando a los galonistas humillados.
Mientras se gestaba el alzamiento de los cadetes, paralelamente varios oficiales del ejército preparaban una asonada en contra del gobierno invasor que consideraban espurio y traidor, sin que los jóvenes estudiantes de la Politécnica lo supieran y tampoco los oficiales que participaban del complot. Cabe señalar que los cadetes sí obtuvieron algún apoyo de oficiales del ejército, aunque indirecto e insuficiente, lo que resalta aún más su acción heroica. Entre estos apoyos, estuvo el de Kjell Eugenio Laugerud García, que después llegó a general y fue presidente de la República de 1974 a 1978, pero tampoco quiso honrar a los jóvenes héroes en su gestión presidencial.
Ambos levantamientos, el de los estudiantes de la Escuela Politécnica y el de los oficiales del ejército fracasaron, como es sabido, pero por causas estrictamente políticas. De hecho, el grupo mínimo de mercenarios nunca representó una amenaza militar y el heroísmo de los jóvenes politécnicos lo demostró con creces, pues tan solo alrededor de 150 efectivos (en su mayoría cadetes adolescentes) lograron derrotar y devolver la humillación recibida a 1,200 “liberacionistas” apostados en el Hospital Roosevelt, a quienes obligaron a desfilar con las manos en la cabeza hasta la estación del ferrocarril, donde los metieron en un tren con rumbo a oriente, para que se regresaran por donde habían venido.
Durante la invasión, sobra documentación respecto a las constantes derrotas del grupo mercenario, destacando aquella donde un destacamento de tan solo 30 soldados los logró vencer, o aquella otra de Izabal, donde un grupo de civiles armados por el jefe de policía también les infringió una humillante derrota “militar”, frente a ciudadanos quienes no tenía entrenamiento castrense.
Las negociaciones bajo presión del arzobispo Mariano Rosell y Arellano, así como la del embajador norteamericano John Peurifoy, logran engañar a los cadetes y los acuerdos alcanzados no se respetaron. Castillo Armas no honró su palabra, Rossell y Arellano esquivó su responsabilidad de testigo de honor y los estudiantes fueron arrestados acusados de sedición, delito que, según el Código Penal Militar de la época, ameritaba la pena de muerte.
Como la mayoría era menor de edad, no procedió el juicio; algunos fueron puestos en libertad cuatro meses después, otros luego de un año. Los cadetes que no se sumaron al levantamiento fueron premiados con becas para estudiar en el extranjero y muchos de los rebeldes fueron condenados al ostracismo y nunca pudieron regresar al ejército, salvo en puestos de poca importancia. No está demás indicar que Árbenz Guzmán nunca ordenó aplastar la invasión (cuestión sumamente fácil) pues la amenaza directa de Peurifoy: si lo hacía y no renunciaba, equivalía a invadir el país –ahora sí– en forma oficial mediante Marines.
En esta ocasión quiero destacar la injusticia que, durante 43 años, se cometió al no honrar –oficialmente– la hidalguía de los caballeros cadetes y la trascendencia de su heroísmo, ya que fue hasta el 26 de diciembre de 1997 que se emite el Decreto Legislativo 134-97, el cual reconoce el dos de agosto de cada año, como el “Día de la Dignidad Nacional”, aunque con muy discreta o nula celebración. Debe reconocerse que ya el presidente Ramiro De León Carpio había otorgado –en forma póstuma– la más alta condecoración del Estado y elevó a la categoría de Héroes Nacionales a los caídos durante esa gesta patriótica: Sargento Segundo abanderado Jorge Luis Araneda Castillo; Cabo de Caballeros Cadetes Luis Antonio Bosh Castro; Caballero Cadete Carlos Enrique Hurtarte Coronado y soldado de Primera Anselmo Yucuté.
Honor y gloria a los adolescentes que desnudaron el mito. Los invasores fueron hordas, no ejército; fueron mercenarios, no “liberacionistas” y la traición y la deslealtad se instaló en definitiva en las fuerzas castrenses del país, de lo cual tenemos infinitos ejemplos.